lunes, 15 de octubre de 2018

El alma

Luis Cáceres está sentado en la sala de espera de un consultorio y no deja de mover su pierna derecha, cruzada sobre la otra, a una velocidad que no es humana. Las salas de espera, sobre todo en la que se encuentra hoy, en la que le tocó ser la casilla de Excel A126, el turno que le otorgó una máquina a la entrada del lugar; siempre lo ponen así. 

Hoy le van a sacar la sangre y Cáceres siempre les ha tenido pavor a las agujas. Su miedo no está tan relacionado al dolor, producto del pinchazo, sino que cree que por el pequeño agujero que hacen se le puede escapar el alma. 

Cáceres no sabe de dónde sacó semejante teoría; primero porque no es para nada religioso, sino uno de esos católicos apostólicos romanos en estado de hibernación desde el bautizo, y segundo porque no tiene idea alguna de si el alma existe y, de llegar a confirmarlo, qué es o qué papel juega en nuestras vidas. 

Muchas veces ha escuchado el término “palabras del alma”. “¿Es entonces un ente independiente, pero que convive con, o más bien, dentro de nosotros?”, se pregunta a cada rato. 

Aunque, como ya lo habíamos dicho, no es religioso, no ha parado de rezar por su alma desde que llegó al lugar. Reza para que no se le escape, pues supone que una vez abandona el cuerpo, es el momento en qué la muerte aprovecha para entrar en él. 

Alguna vez dio con un libro basado en hechos de la vida real, de esa vida con alma por decirlo de otra manera, en el que un médico o científico, ya no recuerda bien, decidió pesar el alma. De pronto el punto de partida del médico, para relacionarse con aquel ente extraño, era esa propiedad de los cuerpos; así que sus pruebas consistían en pesar a moribundos justo después de que exhalaran su último aliento, o bien el alma, y comparar el resultado con una medida anterior. La diferencia en peso, si existía, se podía suponer que correspondía al peso del alma de la persona. 

El recuerdo solo lo inquieta más, pues lo único que Cáceres quiere es que su alma no se le escape, que se quede dónde quiera que esté, con o sin palabras. “Turno A123”, dice una voz de mujer robótica, mientras se pone de pie y se hecha la bendición.