viernes, 1 de diciembre de 2017

Refugios mentales

“Lo que pasa es que usted se escuda en los libros y la lectura”
“¡Que va!”, respondo. 
“Será que no” 

Ese es el fragmento de una conversación que tuve hace poco con un amigo. Me gusta cuando eso ocurre, es decir, cuando personas cercanas me antagonizan sin pretender hacerme daño.

Mí línea, el “¡Que va!”, la pronuncié casi apenado, como sintiéndome bicho raro por el dictamen de mi amigo, independiente del porcentaje de verdad que pueda tener.

Ocurre lo de siempre: ¿Qué es raro y qué no?, pregunta que viene con su respectiva contraparte, ¿qué es normal y qué podemos catalogar de esa manera?

A la larga creo que todos somos algo raros, andamos un poco o muy jodidos de la cabeza y resulta imperativo que descubramos cuáles son esas válvulas de escape que nos ayudan a no enloquecer y que un día, de repente, agarremos una multitud de personas a bala o atropellemos a unos peatones con un carro.

Esos refugios que buscamos, en mi caso la lectura, son polos a tierra que logran apaciguar las cargas de locura que llevamos encima; también nos permiten darle algo de sentido a lo que llamamos realidad que, ya sabemos, es mil veces más enredada e ilógica que la ficción. 

Refugiándome, como suelo hacerlo, en los libros creo que James Rhodes explica lo que quiero decir, a su manera:

“Si tengo la suerte de sentir una gran pasión por algo, 
no solo debo desarrollarla, sino también pasar completamente
de todo lo que me impide llevarla a cabo, y alejarme
o hacer caso omiso de todos los que amenazan con frenar dicho 
desarrollo. Me centraría en ella como si mi vida dependiera de ello, 
y no dejaría de avanzar por nadie”
- Fugas -