Al universo, el destino, en fin, a esto, la vida —disculpen la imprecisión—, le vale madres nuestros berrinches, malos genios o cualquier estado anímico. Comprobé esto hace unos días al momento de lavar loza.
Era solo un mísero plato, que había ensuciado comiendo la mitad de una milhoja. Abrí el grifo, le eché jabón a la esponjilla, enjaboné el plato y lo juagué. Decidí secarlo de una vez, en vez de ponerlo en el platero.
El trapo estaba colgado en una de las puertas de uno de los muebles de la cocina, y no sé qué movimiento hice, pero el trapo cayó al suelo en forma de bola y en su trayectoria se llevó la tapa de una olla que estaba mal acomodada. Esta cayó al piso con un gran estruendo, la muy exagerada.
En ese momento me dio mal genio con el trapo, ¿por qué tenía que ponerse rebelde y no dejarse agarrar? A modo de castigo, lo tomé con rabia y lo tiré hacia el lugar donde se cuelgan, sin preocuparme si acertaba o no, deseando más bien lo último para darle una lección.
Me quedé viendo su trayectoria, casi perfecta, como se abrió por completo en pleno vuelo, como una de esas ardillas voladoras con membranas entre sus patas, para luego aterrizar, de forma precisa, en uno de los ganchos.
Ni siquiera, en todos los años de práctica en el ritual del limpión de cocina, había logrado un tiro tan perfecto.
El trapo, claro está, en ese momento, personificó a la vida y se burló en mi cara de la pataleta poco justificada que tuve.