lunes, 15 de agosto de 2022

Café y montañas

Me despierto temprano, casi siempre al filo de la madrugada cuando el sol está a punto de asomarse.

Sin importar el lugar de la casa en el que se encuentre, Cervo, mi perro labrador, negro como la noche, se aparece en el cuarto y se sienta a esperarme en la puerta.

Me levanto con cuidado para no despertar a Agustina, voy a la cocina y pongo a preparar café. Solo una taza, la de ella la hago después, porque no le gusta tan fuerte como a mí.

Luego me pongo la ruana negra y me siento en las escaleras de la entrada con el pocillo entre mis manos. Al rato llega Cervo y se tumba a mi lado. Ruana y perro se confunden. Es difícil precisar dónde comienza el animal y termina la prenda.

Nos quedamos en silencio mientras le doy sorbos al café. Miro las montañas, le acaricio su lomo o la cabeza y respiro el aire frío de la mañana, ese que los lugareños tanto recomiendan.

El sonido de los pies diminutos de Agustina sobre las baldosas, me sacan de mis pensamientos y me la imagino corriendo de un lado a otro de la habitación buscando las pantuflas, que nunca sabe donde deja. Ella dice que si, pero por alguna extraña razón nunca están en el lugar que dice haberlas “parqueado” la noche anterior y claro, toda la culpa se la lleva el pobre Cervo, que no le queda más que agachar las orejas ante sus reclamos.

Termino el café y me quedo un rato mirando el paisaje, pensando en lo diferente que es la vida rural a la urbana y cómo esta cambia a las personas; cuando creo que ya han pasado 5 minutos, me levanto a preparar el café de Agustina, tal como a ella le gusta.

La vida, ya les digo, debería consistir en eso, tomar café, mirar las montañas y anotar uno que otro pensamiento de los que se nos pasan por la cabeza.