martes, 3 de octubre de 2017

Pagar el gas

Llego al banco y cuando termino de subir las escaleras, el celador del lugar, un hombre con un traje azul, corbata roja y una reata de la que cuelga un bolillo negro y amenazante, me saluda.
“ ¿Acá se puede pagar el gas?” le pregunto
“Si claro” responde como si nada.

Me dirijo a la fila y delante mío hay 13 personas. Sé que la espera va a ser larga así que trato de distraerme con cualquier pensamiento no relacionado con la transacción bancaria. 

Al rato llega otra mujer a hacer fila. Después de unos minutos pronuncia en voz alta, a modo de disparo al aire: “No, esto sí que está demorado hoy”. No quiero caer en su conversación, pero en un arranque de cordialidad, volteo para responderle: “Si, y solo hay dos cajeros”. Afortunadamente mi respuesta es lo suficientemente floja para que la conversación muera justo ahí.

Después de un rato la señora, con cara de misericordia me pide que le cuide el puesto, que va a averiguar si puede pagar en el Éxito. Apenas le dijo que sí, sale disparada.

La fila no se ha movido para nada. Una nueva mujer, con aspecto de señora de los tintos, asumo por el delantal que lleva puesto, ocupa el lugar de mi antigua acompañante.

La fila por fin se mueve. Cuando quedo acomodado en mi nuevo puesto, la señora de los tintos, sin haber establecido contacto visual, sino tras un análisis de la factura que tengo en la mano, dice: “Acá no se puede pagar el gas, ayer yo vine a pagarlo y me toco ir al éxito porque me dijeron que acá no lo recibían.”

Hago cara de asombro, pero no respondo nada. Confío en lo que me dijo el vigilante, así que continuó haciendo la fila más lenta del mundo.

Mientras tanto, el celador se pasea cerca de la fila, para cerciorarse de que nadie esté usando el celular. Aburrido y todavía con 10 personas por delante, me aventuro a sacarlo para distraerme un rato, y ubico mi cuerpo detrás de una persona para que el celador no me fastidie.

De repente el hombre de la corbata roja pega un grito con acento costeño: “!Allá el señor, por favor guarde el celular!” ¿Cómo carajos me vio? No sé, pero le hago caso al instante, pues no quiero ser molido a palos, mucho menos por el celador de un banco que parece un personaje de Jumanji.

La mujer que decidió abandonar el barco, que rima con banco, para ir a pagar al Éxito no ha vuelto, seguro que ya logro pagar su recibo y, por hoy, está libre de transacciones bancarias.

Decido imitarla, le pido a la mujer que está detrás mío que me cuide el puesto y salgo hacía el Éxito. Ya en ese lugar, en la fila de pagos sólo hay una persona delante de mí. Sonrío al haberme librado de la experiencia “fila de banco”. 

Justo cuando es mi turno para pagar la cajera detrás de la maquinita que contiene los papeles del baloto, me mira con pena mientras me dice: “Lo siento se acaba de caer el sistema. Le pregunto que donde más puedo hacer el pago, y me dice que en un Farmatodo.

Camino hasta el lugar y la mujer que atiende me dice que en ese lugar el sistema también está caído. Un señor pregunta que dónde más se puede pagar. Le digo que en un Olímpica cercano también hay un punto de Baloto. “¿Olímpica?,  ¿en serio?” responde y pregunta en un tono incrédulo. Otro hombre, como para que dejemos de darle vueltas al asunto de la olímpica, se dirige hacia la cajera y le dice: “pero cuando se cae el sistema, se cae en toda la zona, ¿cierto?” La cajera confirma la suposición del hombre con un ligero movimiento de cabeza.

Miro al hombre que acaba de hablar, quien al instante siente mi desazón y me dice: “pero aquí no más, en el Sudameris, puede pagarlo.”

Camino hacia ese lugar, imaginándome otra fila eterna. Cuando entro al banco paso por una capsula de seguridad e imagino que va a fallar y que me voy a quedar encerrado en ella el resto de la tarde. En el banco no hay fila, supongo que tiene que ver con la capsula, pero no puedo precisar por qué. Me acerco hacia el mostrador y le pregunto a la cajera que si reciben el gas. Me responde que sí, sonrío y le cuento que he intentado pagarlo en tres lugares diferentes. Ella me mira con ese típico gesto cordial de “¿y a mí qué me importa?”, recibe la plata, le pone un sello al recibo y me lo entrega.