sábado, 29 de febrero de 2020

Pausas

Catalina tiene el pelo rubio, lleva una chaqueta y pantalón negros, una camisa blanca y una mochila terciada. La conozco en un evento y cruzo un par de palabras con ella. Le pregunto que a qué se dedica y me cuenta que es diseñadora gráfica. Cedo a la fuerza de los lugares comunes y las conversaciones insustanciosas y le pregunto que en qué trabaja. ¿Por qué hago eso? Imagino que siempre queremos ir a la fija, no queremos arriesgar ni un palmo de lo que realmente somos, le huimos a la vulnerabilidad, y mucho más cuando entablamos conversación con un extraño.

Catalina responde, pues la decencia está sobrevalorada; uno debería tener el valor suficiente para abandonar una conversación a la primera señal de que vaya a ser floja. 

Me cuenta que ahorita está trabajando como independiente, que trabajó un año en una editorial y que su fuerte era el diseño de textos educativos para niños pequeños. “Era un proyecto muy bonito”, concluye, mientras los ojos le brillan con un recuerdo que llega a su mente.

Luego me dice que para este momento de su vida decidió hacer una pausa, frenó en seco y se salió del modo automático en el que por lo general la llevamos. Mientras habla pienso en cuánta falta nos hace eso, es decir, en mirar con otro punto de vista lo que nos está ocurriendo, para analizar cómo nos sentimos en cuanto a las situaciones y personas que nos rodean.

Me dice también que ahorita está involucrada con un voluntariado en su universidad. Me explica rápido en qué consiste, y aunque no le entiendo muy bien, no digo nada para no cortar su torrente narrativo. Al final me explica que lo más chévere es que eso le ha dado sentido a su vida.
Luego del evento me tomo una pausa en un café con una amiga y, cuándo nos vamos a ir del lugar, veo a Catalina, en una de las mesas, conversando animadamente con otra mujer.

jueves, 27 de febrero de 2020

Pequeñas tragedias

Me gusta utilizar esferos negros de gel y libretas con hojas que no tengan rayas ni cuadrículas; siempre con ganas de salirme de las márgenes.

La relación con los primeros es complicada. Suelo tener uno oficial, es decir, el que siempre llevo conmigo y utilizo para tomar notas en mi libreta, y tengo otros, esferos satélites podrían llamarse, que utilizo para otras cosas, por ejemplo, marcar las frases que me llaman la atención en los libros que leo.

El oficial lo pierdo a cada rato. Cuando eso ocurre hago uso de los esferos satélites a los que, olvidaba decirles, casi no les queda tinta.

Hace un tiempo boté el oficial y luego de buscarlo desesperadamente y maldecir por un rato, acudí a mí reserva de satélites y di con uno al que todavía le quedaba bastante tinta; quizás era el oficial y lo había mezclado con el otro grupo sin darme cuenta.

Ayer, mientras recibía comentarios de un cuento que escribí, lo saqué de mi maleta y luego de tomar nota, creo que lo deje encima de una mesa, no recuerdo bien. Cuando llegué a la casa y desocupé la maleta, el esfero no apareció por ningún lado. Si apareció otro, enterrado en las profundidades de un bolsillo, pero no es de gel y me niego a utilizarlo.

Llega a mi mi mente un recuerdo en el que echo el esfero de gel a la maleta y cierro la cremallera, que atribuía a la reunión, pero quizá corresponde a otro momento, cuando estaba leyendo en un café o cabe la posibilidad de que sea de otro día; la cabeza como un pantano de recuerdos. 

Pues sí, pequeñas tragedias que desbarajustan mi mundo.

lunes, 24 de febrero de 2020

Recuerdos a mano

Mariana y yo estamos en mi cuarto y nos besamos. No sé por qué llega ese recuerdo, de épocas de universidad, a mi mente, pero a él se le encadenan otros que no tienen nada que ver con ese momento. 

Recuerdo a C. un profesor de la universidad que dictaba una materia que se llamaba Sistemas Dinámicos y Mecánicos, como si las dos primeras palabras no fueran suficientes como para agregarle al nombre, a manera de apellido, la última esdrújula. 

Si no estoy mal a C. le pasó algo que marcó su vida: alguien muy cercano, su hija o esposa, murió de forma trágica. Lo recuerdo como un hombre de andar decidido, por no decir de afán; como si quisiera ganarle la carrera a la muerte, que siempre nos respira en la nuca. 

Escribo estas palabras a mano y recuerdo lo que me dijo Alice Zeniter, escritora francesa, luego de firmarme su novela El Arte de Perder con una letra estilizada y muy elegante. Le pregunté si solía escribir a mano y me respondió que sí, que así suele hacerlo cuando escribe sus novelas y que luego todo lo pasa a limpio al computador; solo un decir, pienso, pues nada más limpio, a pesar de lo crudo, que ese primer borrador a mano.

jueves, 20 de febrero de 2020

La mujer de mi vida


Hoy en la mañana quería afeitarme. Desde hace más de una semana tenía pendiente la compra de las cuchillas de repuesto para la máquina, pero resulto ser uno de esos planes que se aplazan y aplazan por su falta de peso en comparación a otras ansiedades y manías que se llevan en la cabeza. 

Cuando me acordé de mi compra-no-compra, finalmente decidí ir a hacerla en una droguería cercana. Me puse un pantalón negro de sudadera, busqué unas medias blancas que rara vez utilizo, unos tenis y salí de la casa. 

El hombre que vi reflejado en el espejo del ascensor no se había bañado y tenía el pelo aplastado en unos sectores de la cabeza y ensortijado en otros. ¿Qué más da?, pensé. He visto hombres que van a comprar el pan del desayuno en chanclas y bata a los que, probablemente, no les interesa lo que piensen las otras personas de su aspecto. 

Ya en la calle, pensé en la mujer de mi vida, e imaginé que siente una fuerte atracción hacia los hombres afeitados a ras. Mi aspecto era todo lo contrario. ¿Qué tal si me cruzo con ella?, me pregunté. Seguro cuando me vea, va a pasar de ser la mujer de mi vida a una completa extraña, una de las tantas mujeres que uno ve en la calle cualquier día, concluí, y todo por no haberme afeitado.

Luego pensé que, si me la llegara a encontrar, mi aspecto no importaría para nada, pues si en realidad es la mujer de mi vida, este pasaría a un segundo plano, ya que lo importante es lo que llevo por dentro y no sé qué más chorradas de esas que se inventan para subir la autoestima. 

Mujer de mi vida, si lees esto quiero decirte que ya me afeité a ras.   

miércoles, 19 de febrero de 2020

Helado de curuba

Cuenta mi madre que cuando era pequeña, a la edad de 7 u 8 años, el colegio al que iba quedaba a 5 cuadras de su casa. Dice que en esa época no era peligroso, para una niña de esa edad, caminar sola por la calle, así que mi abuela la alistaba y la mandaba al colegio sin ningún tipo de supervisión. 

En el trayecto se encontraba con amigos y pasaban por enfrente de la casa de Gabriel Ochoa Uribe. Ese era el clímax del trayecto, pues la esposa del director técnico de fútbol abría una ventana para vender helados de curuba que venían en forma de copa de champaña. 

Le pregunto cuántos centavos le costaba ese manjar, pero no lo recuerda. Me produce mucha ternura imaginar a mi madre caminando sola a esa edad y esperando con ansias el momento para comprarse un helado. 

Muchos años después, ya casada, el trabajo de mi padre la llevo a Popayán y ella, junto a Leonor, la mujer que le ayudaba con las tareas domésticas, decidió, quizá recordando sus caminatas cuando era pequeña, hacer helados de curuba para vendérselos a los estudiantes que en ese entonces pasaban por enfrente de su casa.

lunes, 17 de febrero de 2020

Sueño

Me despierto. Muevo la mano derecha y siento que algo cuelga de ella, un tubo plástico delgado. Cuando abro los ojos por completo me doy cuenta de que no estoy en mi cuarto, sino en una camilla. Me encuentro, o el personaje del sueño está, en un hospital o centro médico. 

Bajo la mirada y veo que me canalizaron. Ahora la subo y veo una bolsa con un líquido transparente que gotea de forma pausada. Quién sabe qué tipo de sustancia me están metiendo en el torrente sanguíneo. 

No estoy en un cuarto, sino en un cubículo, al parecer, de una sala de observación. Estoy solo y me siento desamparado, sensación que se refuerza por la vestimenta que llevo: una bata de hospital abierta por el frente. 

Al lado de la camilla hay una silla y contra la pared una mesa de metal. En el piso hay dos canecas, una de color rojo y la otra verde. Escucho voces del cubículo que queda al lado. Una mujer que, por su voz, presumo, es de mediana edad. Habla con una enfermera: “Pero esté tranquila que lo que le paso no tuvo que ver con su trasplante de cadera”, dice la segunda. Luego la mujer, la paciente, responde algo que no alcanzo a entender. 

En el lugar también hay un pitido, el sonido de una máquina que me está desesperando, debe ser el de algún aparato que está conectado a un paciente;  ni modo de  apagarlo. 

Aparece una enfermera que mueve la cortina con un movimiento decidido y me extiende una mano para pasarme un vaso plástico con agua, luego mete esa misma mano a un bolsillo de su delantal y saca de él una pastilla de un color azul como el del cielo. No hablamos, ese pedazo de la escena es mudo, pero le recibo la pastilla como si nada. Imagino que el líquido transparente tiene algo que ver con mi actitud desprevenida. 

Sin respetar ningún tipo de secuencia narrativa, el sueño salta a otra escena en la que me encuentro caminando por la carrera 15. Cuando paso por el frente de una panadería una camioneta 4x4, con escoltas, frena justo al lado mío haciendo sonar las llantas. Uno de los hombres se baja con un arma en la mano y noto que está incomodo con mi paso por el lugar justo en ese instante; yo también lo estoy porque presiento que se en cualquier momento se va a armar una balacera para secuestrar a la persona que cuidan. 

Apuro el paso y cuando creo estar lo suficientemente lejos, volteo a mirar quién es esa persona que necesita tanta protección. Una mujer rubia, que lleva una cartera muy grande y gafas de sol, se baja de otra camioneta y camina por la acera con una nube de escoltas flotando a su lado. Camino más rápido para que no me alcancen.

viernes, 14 de febrero de 2020

Esquinas

Son 9, un grupo de estudiantes universitarios compuesto por 7 hombres y dos mujeres, los que están sentados en un bar que queda en una esquina de la carrera 11. El grupo de amigos juntó dos mesas para sentarse y la mayoría de ellos tiene una botella de cerveza enfrente. Uno de los hombres reparte aguardiente de una botella. Lo empieza servir bajo y la va subiendo hasta formar un fino hilo del líquido, se nota que tiene experiencia para hacer eso. De los parlantes del lugar sale reggaeton. 

Da gusto mirarles las caras, todos sonríen, felices del momento, de sus vidas y de que es viernes. Una pareja de la tercera edad pasa agarrada de la mano y los mira con extrañeza, como preguntándose el porqué de tanta felicidad. 

Pienso si los lugares guardan trazos de lo que fueron antes, como una especie de conciencia. Antes esa esquina fue un restaurante, y mucho antes una entidad bancaria. 

Camino en dirección al oriente y en la otra esquina de esa calle 4 obreros: 3 hombres y una mujer, que llevan puestos cascos amarillos y overoles azules con manchas de pintura,  están sentados sobre el andén y discuten sobre una de las mejores combinaciones de la vida: Tinto con chocolatina. 

Después de caminar un par de cuadras, en otra esquina, tres mensajeros: 2 hombres y una mujer hablan sobre comer helado. Uno de ellos pregunta: pero, ¿cuánto vale un cono de una bolita de helado en Crepes? Y la mujer responde: “Uy no sé, pero vamos que ya me dio antojo”. 

Cuando llego al apartamento y voy a sacar la llave para abrir la puerta, escucho que alguien toca piano en otro apartamento y ensaya escalas. A veces lo hace despacio como si fuera un principiante y otras veces muy rápido como todo un virtuoso del instrumento. Imagino que el piano está ubicado en una esquina de la sala que da hacia la avenida principal.

jueves, 13 de febrero de 2020

Náuseas

11:28 p.m. de ayer, hoy el día no ha llegado a esa hora, pero eso no importa porque uno podría aventurarse a escribir sobre el futuro, trasladarse a un momento que no existe, desfasarse en el tiempo a propósito, en últimas, complicarse la vida. 


Tengo náuseas, la palabra es igual de fea a la sensación. 

A las 11:28 p.m. les decía, me debatía entre sentarme a escribir algo y echarme a dormir. Ganó la segunda opción que se transformó, ya en la cama, en ganas de leer. La primera, entre redacción y edición, me habría tomado más de los 32 minutos que le quedaban al día, y quería dormirme antes de la medianoche; al final no fue así porque leí hasta casi hasta la 1 de la mañana. 

Le atribuyo las náuseas a eso, es decir, al hecho de no haber escrito nada. Sé que el mundo, el mío que quede claro, se fractura un poco cuando no lo hago. 

Pienso entonces sobre cosas que me dan náusea existencial y aparecen varias en mi cabeza: La necesidad malsana de querer “ser alguien” en la vida, un miembro “funcional” de la sociedad, si es que eso tiene algún sentido, o el querer tener siempre la razón; estar sentado en la verdad, cuando es una mera ilusión, pues como dice Manuel Vilas: “la verdad está siempre en constante transformación, por eso es difícil decirla, señalarla, Más bien siempre está huyendo. Más bien lo importante es reflejar su continuo movimiento, su irregular y desacomplejada metamorfosis”. 

También me dan náuseas esas personas que exudan superioridad moral y que, por lo general, quieren tener la última palabra en las conversaciones, personas que, si uno se fija bien, se mueren por “ser alguien en la vida” y creen ser poseedores de la verdad. 

Termino de escribir estas palabras y la sensación de náuseas se esfumó. Escribir cura.

martes, 11 de febrero de 2020

Mi rejoneador favorito

Debo imprimir mi extracto de la tarjeta de crédito. Enciendo el computador y espero a que cargue, mientras miro la imagen aleatoria que aparece en la pantalla. Parece la de un pueblito inglés con calles empedradas, es de noche y el piso está húmedo. Algunos faroles en la calle están encendidos, al igual que las luces de algunas casas. La imagen me da cierta desconfianza, es decir, el lugar se ve muy agradable, pero como para pasearlo de día, no a las horas en que fue tomada la foto, como para que de una de las esquinas le salte a uno, al cuello, un Jack el destripador.

Ahora en la pantalla aparece la casilla en donde debo introducir la clave, la misma que tiene mi correo. Tecleo rápido y el sistema me avisa que intente de nuevo. “Algún problema de minúsculas y mayúsculas”, pienso y vuelvo a introducirla, pero nada, de nuevo error.

Me descompongo un poco y le hecho la madre al computador, al sistema, a los datos a la nube a todos y todo; por más que tecleo la clave, el computador no quiere arrancar. Decido entonces recuperarla y me sale la casilla donde debo escribir la palabra-no-palabra de verificación, esa que sale en letras torcidas, pero tampoco puedo. intento tres veces, pero  no, nada funciona. Decido que la olvidé y me dispongo a recuperarla con las preguntas de seguridad del correo, esas a las que nunca les presto atención. La pregunta que sale es la siguiente: ¿Cuál es mi rejoneador preferido?

No lo sé, no existe. No me gusta el toreo y menos ver a un jinete hiriendo a un toro quebrándolo por el lomo. ¿En qué estaba pensando cuando escogí las preguntas de seguridad?

Me pongo a pensar si cambié la contraseña hace poco y me convenzo de que así fue; intento con otro par de contraseñas comodines de mi arsenal de contraseñas, pero ninguna funciona. Me levanto del escritorio y me pongo a hacer otra cosa, como queriendo que el mundo regrese a su cause habitual, ese en el que me sé la contraseña de mi correo. Pasados unos quince minutos vuelvo a intentarlo y la contraseña funciona.

Hay momentos en los que el mundo se descoloca, breves instantes en los que la realidad se quiebra y parece que interpretamos el personaje de un sueño.

lunes, 10 de febrero de 2020

Diario

A veces me dan ganas de escribir un diario, de registrar en algún lugar y en detalle, lo que me ocurre en el día, no porque tenga una vida repleta de aventura, sino porque tienen una gran ventaja: su carácter de, simplemente, narrar cosas: lo que se come, conversaciones que se escuchan, la caminata que se hizo en el día, hasta asuntos trascendentales, la muerte para ser más precisos, tema que se nos cruza a cada rato.

Desde hace un tiempo me fascinan los diarios de los escritores porque están repletos de pensamientos acerca de su arte y otros, como los de Anaïs Nin hacen sus veces de oráculo al leer el futuro de forma precisa.

Imagino que la mayoría de los escritores llevan alguno porque es un punto de contacto con la realidad, una manera de anclarse a ella y que les permite abandonar sus reinos de ficción, aunque lo bueno es que muchas veces la realidad resulta tan extraña que supera a la ficción.

Al escribir  un diario no hay que andar pensando en tramas ni en desarrollo de personajes, ni si en lo que se cuenta tiene sentido o no; uno cuenta lo que quiere y el lector, como siempre, tiene la libertad de atribuirle el significado que desee, de mirar si se puede ver reflejado en algo de lo que lee.

Además, funcionan, sí o sí, para ejercitar el músculo de la escritura, que como cualquier otro, si no se ejercita se atrofia.  La regla de oro para que sea un buen ejercicio es contarlo todo, desde lo más anodino y normal hasta  los pensamientos más retorcidos.

"But what is more to the point is my belief that the habit of writing thus
for my own eye only is good practice. It loosens the ligaments. Never mind the
misses and the stumbles. Going at such a pace as I do I must make the most
direct and instant shots at my object, and thus have to lay hands on words, choose
them and shoot them with no more pause than is needed to put my pen in the ink."
— A writers diary, Virginia Woolf —

domingo, 9 de febrero de 2020

Extinguirse

Hoy desperté con unas ganas particulares de extinguirme: dolor de cabeza. Al poco tiempo de deambular en el territorio de la vigilia, la sensación mermó pero, como un recuerdo impreciso, seguía latente. Decidí ignorar el asunto, me fui a preparar el desayuno, pancakes para el alma, y luego buscar algo para ver en Netflix.

Estoy viendo más de 3 series en esa plataforma, pero ninguna ha logrado engancharme, así que emprendí la tarea de buscar otra y apareció el documental “Pandemia”, que aplicaba para la sensación de extinción que había experimentado. Me enrollé en las cobijas, di media vuelta, adoptando una posición que seguro es perjudicial para la columna, y le di play

Luego de 15 minutos de estar viendo el programa mi interés por el documental se extinguió y lo dejé de ver preguntándome: ¿cómo los berracos de Netflix sacaron ese documental preciso cuando esta sucediendo lo del Corona Virus?

Decidí entonces ponerme a leer, y continué con la lectura de los diarios de John Cheever. Recordé que el autor habla en una de las entradas sobre los principios de la autodestrucción, y que cuando esta entra en el corazón, lo hace del tamaño de un grano de arena, que puede venir en forma de dolor de cabeza, indigestión, o cualquier contratiempo pequeño como perder el bus o el tren, y que todo esto lleva a hacer algo tonto u obsceno, que hace que uno desee estar muerto al día siguiente.

Cuando uno comienza a rastrear de qué manera fue que se llegó a ese abismo, concluye Cheever, se da cuenta que todo comenzó del tamaño de un mísero grano de arena.

viernes, 7 de febrero de 2020

Dormir mal

Llevo unos días durmiendo mal, es decir. no paso de 6 horas seguidas de sueño. Me invento métodos para contrarrestar eso, así que decido ver cualquier cosa en televisión hasta la madrugada, para luego enterrar mi cabeza en la almohada cuando ya no me sea posible seguir despierto.

Busco, a modo de tanteo con la mano, el cable de la lámpara de mi mesa de noche para apagarla. Un decir, lo de la mesa de noche, porque no es una per se, sino un mueble modular que haces sus veces de una. Su superficie es un completo desorden; sobre ella se encuentran algunos de los libros que estoy leyendo, una libreta, dos esferos negros de gel, unos artículos de periódico pendientes por leer, una revista de cuentos policíacos y novela negra, una botella de agua, un vaso de rabo ancho desocupado, el reloj despertador y la solidificación de la vejez: dos blísteres de pastillas. Si los elementos estuvieran dispuestos de forma ordenada quedaría espacio libre, pero están derramados sobre la mesa, entropía pura y dura.

En el proceso de búsqueda del cable, mi mano tropieza con el reloj despertador, que cae detrás de la mesa de noche. Maldigo en voz baja y apago la luz.

Luego, cuando despierto, me quedo mirando el techo corrugado del cuarto como buscando el sentido verdadero de la vida, si es que lo tiene, pero no se lo encuentro. Cierro los ojos, los abro, los cierro y, de repente, escucho una melodía que surge del piso. “¿Qué carajos estoy experimentando?”, me pregunto. Tardo en caer en cuenta que el sonido proviene del radio despertador. Luego de caer al piso su alarma quedo configurada no en modo chicharra sino radio.

La canción que suena es acústica, un hombre y su guitarra solos contra el mundo. Parte de la letra dice: “Compañeros poetas tomando en cuenta los últimos sucesos en la poesía, quisiera preguntar, me urge qué tipo de adjetivos se deben usar para hacer el poema de un barco”.  La canción es de Silvio Rodríguez y se llama Playa Girón.  

jueves, 6 de febrero de 2020

Pájaros

Le cuento a mi padre que asistí a una charla de Jeniffer Ackerman, autora del libro: The genius of birds, en el que relata lo inteligente que son las aves y como varía su inteligencia de especie a especie. 

Poco tiempo después de que comienzo a hablar mi padre me interrumpe. Me va a contar una historia. Lo sé porque cuando eso ocurre abre los ojos de determinada manera, sonríe y su cara se ilumina con miles de recuerdos. 

Ya sé cuál es la historia que me va a contar. A su edad casi siempre las repite, pero sus relatos nunca son iguales, siempre les añade nuevas arandelas narrativas que los hacen más ricos; da placer escucharlo hablar. 

Una vez le llevó de regalo a mi abuela una lora, pero cuenta que debía de ser como boba porque ella se empeñó en enseñarle a hablar dándole mantecada bañada en aguardiente y no sé qué más cosas mientras le decía: “Patojita quiere cacao”, pero la lora escasamente llegó a pronunciar un par de frases zonzas. 

La lora pasaba sus días en el solar, en la punta de un palo de madera del que ataban una cuerda a la pared para colgar la ropa. Ese lugar también lo habitaban unos pericos pequeños, verde-amarillos, que rara vez se metían con la lora. Al principio los pericos permanecían en su jaula, pero la abuela comenzó a dejarlos andar por la casa. Un hermano de mi papá estudiaba dibujo y él los llevaba, sobre sus hombros, a su mesa de trabajo. Los pericos lo examinaban todo, vaciaban los contenidos de los cigarrillos, dejando el tubo intacto y molestaban con los lápices, pero por lo general se quedaban en los hombros de mi tío mientras él dibujaba. 

En el patio también había un arbusto mediano que mi abuela regaba con agua que echaba desde una paila. Cuando ejecutaba esa tarea, los pericos se subían a las ramas más altas y se dejaban caer planeando para lavarse por completo, eso les encantaba. A veces la lora venía a fastidiarlos, pero solo bastaba con que uno de ellos le diera un picotazo en la cabeza para que se encaramara, alegando, de nuevo en su palo. 

Mi abuela seguía empeñada en hacer que la lora hablara, pero nada que lo conseguía. Un día, de repente, los que comenzaron a hablar fueron los pericos.

miércoles, 5 de febrero de 2020

Enfermedad crónica

Aparece una vocal, es la e, y su final se encuentra con las curvas de la s, la letra que le sigue. Después viene una t, toda sería y erguida que vuelve a aparecer en la sílaba que cierra la palabra, conformada también por dos eres y una o: estertor. 

¿Cómo se formarán las palabras en la cabeza? Vaya uno a saber, pero no cabe duda de que, a veces, el lenguaje es un sonsonete, un ronroneo, un estertor, que poco a poco la va invadiendo. Alcanzo a distinguir voces en la calle, un radio con el volumen alto y el golpe seco de un objeto que se estampa contra el suelo, hasta que aparece clara, como un aviso con luces de neón, la palabra. 

¿Por qué esa y no otra? No lo sé. Quizá la asocié con alguno de mis pensamientos o simplemente apareció porque sí, porque el lenguaje es caprichoso y se derrama por todos los pliegues de nuestro cerebro como le venga en gana.

Me gusta cómo suena. Si tuviera sabor sería dulce, y gelatinosa si hablamos de textura. Me agrada cómo transita por la boca, como la atraviesa con sus consonantes a modo de carrocería y las vocales como adornos sencillos. 

La saboreo varias veces, la pronunció poniéndole el acento en diferentes sílabas, hasta que la dejo ir o me abandona; más bien lo último, pues las palabras nos habitan y se despojan de nosotros a su libre antojo, mientras nosotros vamos por ahí, pensando que somos los amos y señores del lenguaje. 

Los eruditos de la RAE, que imagino como ancianos de barbas pobladas que llevan túnicas largas de color rojo y blanco, definen estertor como: 


“Respiración anhelosa, generalmente ronca o silbante, propia 
de la agonía y del coma”. 


El lenguaje como enfermedad crónica.

martes, 4 de febrero de 2020

Disfrutar la vida

Una cortina roja, como de terciopelo, bloquea la entrada de los rayos de sol. Las luces están apagadas y el cuarto está envuelto en una penumbra densa, casi líquida. 

Afuera, en la calle, es casi seguro que la ciudad vibra con miles de personas en movimiento. Miles de personas que van de un lado a otro de forma rápida, como si supieran cuánto les queda de vida. Algunos hacen compras, otros almuerzan, toman licor, se fuman un cigarrillo, le dan lengüetazos a un cono de helado; la mayoría llevan gafas de sol. 

Personas, pensaría uno, que sí saben lo que significa disfrutar la vida, que no consistiría en  algo diferente a hacer mil cosas a la vez y en el menor tiempo posible, para sentirnos vivos, o lo que eso signifique. 

Pero disfrutar la vida no puede convertirse en un absoluto, pues también se logra al estar quietos y mirando pal techo; también consiste en perfeccionar el fino arte de hacer nada, en cerrar los ojos e irse bien adentro de uno sin abandonar la vigilia. 

El aire acondicionado, con el murmullo constante que emite debido a, supongo, un proceso en el que el aire de la ciudad, vibrante y caliente, entra en él para ser expulsado como aire frío, ayuda a disfrutar la vida sin hacer nada. 

No sé si así funcionen esos aparatos. Podría buscarlo en internet para no decir disparates, pero disfrutar la vida también consiste en estar equivocados, en caer en el error, en siempre dudar de lo que creemos saber.