Me despierto. Muevo la mano derecha y siento que algo cuelga de ella, un tubo plástico delgado. Cuando abro los ojos por completo me doy cuenta de que no estoy en mi cuarto, sino en una camilla. Me encuentro, o el personaje del sueño está, en un hospital o centro médico.
Bajo la mirada y veo que me canalizaron. Ahora la subo y veo una bolsa con un líquido transparente que gotea de forma pausada. Quién sabe qué tipo de sustancia me están metiendo en el torrente sanguíneo.
No estoy en un cuarto, sino en un cubículo, al parecer, de una sala de observación. Estoy solo y me siento desamparado, sensación que se refuerza por la vestimenta que llevo: una bata de hospital abierta por el frente.
Al lado de la camilla hay una silla y contra la pared una mesa de metal. En el piso hay dos canecas, una de color rojo y la otra verde. Escucho voces del cubículo que queda al lado. Una mujer que, por su voz, presumo, es de mediana edad. Habla con una enfermera: “Pero esté tranquila que lo que le paso no tuvo que ver con su trasplante de cadera”, dice la segunda. Luego la mujer, la paciente, responde algo que no alcanzo a entender.
En el lugar también hay un pitido, el sonido de una máquina que me está desesperando, debe ser el de algún aparato que está conectado a un paciente; ni modo de apagarlo.
Aparece una enfermera que mueve la cortina con un movimiento decidido y me extiende una mano para pasarme un vaso plástico con agua, luego mete esa misma mano a un bolsillo de su delantal y saca de él una pastilla de un color azul como el del cielo. No hablamos, ese pedazo de la escena es mudo, pero le recibo la pastilla como si nada. Imagino que el líquido transparente tiene algo que ver con mi actitud desprevenida.
Sin respetar ningún tipo de secuencia narrativa, el sueño salta a otra escena en la que me encuentro caminando por la carrera 15. Cuando paso por el frente de una panadería una camioneta 4x4, con escoltas, frena justo al lado mío haciendo sonar las llantas. Uno de los hombres se baja con un arma en la mano y noto que está incomodo con mi paso por el lugar justo en ese instante; yo también lo estoy porque presiento que se en cualquier momento se va a armar una balacera para secuestrar a la persona que cuidan.
Apuro el paso y cuando creo estar lo suficientemente lejos, volteo a mirar quién es esa persona que necesita tanta protección. Una mujer rubia, que lleva una cartera muy grande y gafas de sol, se baja de otra camioneta y camina por la acera con una nube de escoltas flotando a su lado. Camino más rápido para que no me alcancen.
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