Otra vez se le hizo tarde. Se toma el vaso de jugo de naranja de un sorbo prolongado y escucha como el líquido se desliza por la garganta, le da un mordisco a un trozo de pan y sale disparado hacia la calle, el mundo, la vida. Baja las escaleras corriendo mientras, con una coordinación que lo sorprende, se pone los audífonos en sus orejas, casi a manera de movimiento reflejo.
Ya en la acera deja de correr. Le pone atención a la canción que escucha y comienza a cantarla mentalmente. Otros asuntos compiten con la atención que le presta a la melodía, pero les da espacio a todos. Le gusta cuando sus ideas se armonizan de esa manera.
La calle que tiene que cruzar está a pocos metros. Apenas baja el pie derecho del Anden, ve por el rabillo del ojo que un carro se aproxima. Calcula la velocidad del viento, la aceleración del auto, el índice de fricción de sus zapatos con el suelo, y con base en estos se atreve a dar un dictamen acerca del estado de ánimo del conductor. Luego pone el otro pié sobre el pavimento.
Da dos pasos , pero su instinto le anuncia que algo se aproxima. Voltea la cara hacia la izquierda y ve al carro, tan ajeno hace un momento a sólo dos metros. "Me va a atropellar" piensa. Su cerebro no se pone de acuerdo con las piernas, se devuelve un paso, avanza otro y de nuevo echa uno para atrás, parece que bailara.
Cierra los ojos y por encima del ruido de la música que sale de sus audífonos y de sus pensamientos, escucha la frenada. Cuando los abre ve el bómper del carro a sólo 50 centímetros de él. Luego levanta la cara y ve al conductor moviendo los labios y las manos con furia. Levanta torpemente una mano y la mueve, según cree, en señal de disculpa.
La muerte como siempre a tan solo a un compás, beat, tono, lejos de nosotros.