Hace mucho solo leía un libro a la vez y hasta que no lo terminaba no me interesaba por una nueva lectura, pero llegó un punto en el que esa dinámica me aburrió, pues creo que las ganas de leer vienen acompañadas de caprichos minúsculos que nunca llegaremos a comprender.
Como he dicho antes, leer tiene algo de animal, de necesidad básica; una que todos llevamos, pero que se acentúa más en unas personas que otras. Por eso es la lectura le lleva cierta ventaja a la escritura.
Llegó entonces un momento en el que comencé a leer varios libros a la vez, en digital y en físico—el medio no importa, sino la actividad en sí—, porque hay veces en que uno quiere consumir novela, otras textos de no ficción, otras veces textos académicos, poesía, diarios y así.
Hoy, por ejemplo, después del almuerzo, me dieron unas ganas increíbles de leer El Arte de Perder, la novela de Alice Zeniter que estoy leyendo en este momento. No sé precisar por qué tenía que ser esa lectura y no otro libro de los que estoy leyendo, pero me gusta mucho cuando esa sensación me acompaña, pues la lectura resulta más placentera.
Si leo varios libros a la vez es solo por eso, es decir, por tener con que satisfacer mis caprichos lectores en diferentes momentos y nunca por el afán de mejorar la estadística de libros leídos al año. Nada mejor que leer despacio, saboreando las palabras, que sea una actividad contemplativa, personal, de comunión con la luz y tinieblas que llevamos por dentro.
Margarita García Robayo cuenta en una columna que escribía para un periódico argentino, a manera de diario de una semana, que en su mesa de noche suele tener una pila de libros y que cada vez que tiene ganas de leer algo, coge el que se encuentra en la cima, que es como si escogiera uno al azar, pues sus hijos, mientras juegan, a veces tumban la torre de libros y, en medio de risas, la vuelven a ordenar como mejor pueden.