Tomo un taxi.
A mitad de camino al conductor le entra una llamada, se pone unos audífonos y comienza a hablar con alguien.
“Me siento mal, ¿no le digo? Hace un rato iba en la 106 y me dio la pálida, tuve que orillarme en una bahía y descansar un rato”.
“Ni idea qué tengo. Me comenzó un dolor de cabeza y siento como si no hubiera dormido en una semana. ¿Qué qué hice? me tomé un naproxeno y descansé un rato, pero no sé que tengo. De un momento a otro me dio la pálida.
¿Y si es el paciente cero de un nuevo virus que va acabar con la raza humana?, me pregunto. Si se transmite por vía aérea probablemente ya ingresó a mi sistema. Decido no hablar para que el taxista tampoco lo haga y deje escapar una gotícula con carga viral. Abro la ventana con disimulo y siento como una corriente de aire invade el interior del carro. Espero que desaloje al virus.
“No sé hermano, Paula va a tener que venir a recoger el carro”, continúa hablando el taxista. “La verdad no sé qué hacer porque me hace falta levantar $100.000 para pagar el arriendo y con esta maluquera no puedo trabajar”.
Cuando llego a mi destino le preguntó cuánto le debo y dejó caer la plata en la palma de su mano. Miro su cara y siento algo de alivio, pues sus ojos no están inyectados con sangre y tampoco tiene espuma en la boca.
“Muchas gracias y que se mejore”, le digo. En verdad se lo deseo tanto a nivel de salud como económico, pues su voz cargaba mucha angustia.
Hasta el momento he estornudado un par de veces y nada más.
Los mantendré informados.