Hace un tiempo en un fin de semana, me colé en el almuerzo familiar de una amiga. Una de sus tías había acabado de llegar de viaje y nos ofreció vino de verano, una preparación a base de Sprite y vino tinto, muy popular en esa época del año en España.
Ella había estado en diferentes ciudades de Europa y, en medio de su viaje, cuyo motivo principal era trabajo, aprovechó unos días libres para viajar a Camboya. Allá visitó el templo Prasat Ta Prohm o Templo de la Jungla, construido a finales del siglo 17. El lugar funcionó como templo budista, y una de sus características principales son sus árboles, que cubren las superficies y paredes de las construcciones del lugar, con sus ramas y raíces.
Mientras almorzábamos ella hablaba entusiasmada acerca del lugar, abriendo los ojos y subiendo o bajando el tono de su voz, a medida que el relato avanzaba, queriendo expresar en palabras y lo mejor posible la belleza del lugar.
Ese día pensé que es posible que nunca vaya a conocer lugares como ese templo; de ahí la importancia de saber flaneriar, actitud que, considero, no solo debemos perfeccionar para nuestros viajes, sino nuestra vida en general.
¿Qué pasaría si destinamos un día a flaneriar, a caminar sin rumbo fijo y dejamos que las calles y/o la vida nos sorprendan?
Es posible que inmersos en esa actitud no nos vamos a encontrar con lugares tan majestuosos como Prasat Ta Prohm, pero si con librerías, cafés, restaurantes, parques, mercados, y muchos lugares que, según nuestros gustos y aficiones, se convierten en templos de carácter personal.