Salgo a caminar. Cuando las nubes tapan el sol, algunas ráfagas de viento hacen pensar que es una tarde fría, pero al rato los rayos de sol vuelven a bañarlo todo, y la sensación térmica cambia.
Me fijo en una mujer que lleva un paso apurado, como si no tuviera un minuto que desperdiciar en su vida. Lleva un morral verde oscuro en la espalda y se sube a una bicicleta. Ajusta los tirantes de la maleta, se frota las manos, se cierra la chaqueta y se sube la cremallera.
Antes de ubicar las manos en el manubrio se echa la bendición: en el nombre del padre, del hijo y del espíritu santo, y cierra el pequeño ritual besando la punta de los dedos que forman como un cono.
No sé que más hace porque justo en ese momento la paso de largo. Imagino que empieza a pedalear al instante pues, como ya sabemos, tenía afán de desplazarse, de vivir, en fin, de lo que fuera. Me pregunto que tan mecánico es su gesto de echarse la bendición, o si le imprime grandes dosis de fe.
Recuerdo que un amigo en la universidad, muy religioso, al parecer, siempre se echaba la bendición cuando pasábamos por enfrente de una capilla. Era como un acto reflejo, pero muy personal. Íbamos hablando sobre cualquier cosa y en ese momento él se quedaba callado, se echaba la bendición y al instante continuaba la conversación como si nada.
Una vez, hace muchos años, cuando iba en una buseta y esta pasaba cerca del parque de los hippies, una mujer le sacó la mano. Cuando se subió, me fijé en ella, pues tenía un gesto de terror en su cara, como si acabara de ver a la mismísima muerte, o al diablo, qué se yo. Luego de pasarle un billete al ayudante del conductor y recibir las vueltas, se echó la bendición y miró por una ventana como escaneando el sector. Me pareció que con el gesto buscaba protección divina y, al parecer, la necesitaba. Yo también miré en la misma dirección, pero no vi nada.