viernes, 13 de abril de 2018

Fiesta

Supongo que muchos de mis contemporáneos, al igual que yo, tuvimos una época en la que no queríamos quedarnos en casa un viernes por la noche, y considerábamos obligatorio salir de fiesta. Después de unos años de ese frenesí de rumba, las ganas caen en picada. 

No me imagino, por ejemplo, salir de fiesta hoy con el clima tan horroroso que está haciendo, usted ya sabe estimado lector, uno de esos días de lluvia eterna, que cae no copiosamente, porque la palabra se queda corta, sino, más bien, con rabia. 

“Fiesta” es también el título de una novela de Hemingway que leí hace mucho tiempo porque una mujer me la recomendó, precisamente en una fiesta. Ella, si no estoy mal, había terminado en el bar por el primo de la hermana del amigo del novio de la amiga del colegio, que conocía al homenajeado de esa noche de rumba. 

En medio de los tragos y la algarabía nos pusimos a hablar y resultó que también le gustaba leer. Creo que me sentí ligeramente atraído hacia ella (en esa época era algo blandengue sentimentalmente hablando, y el simple hecho de que una mujer compartiera mi gusto preferido, me hacía pensar que me gustaba). 

Pero no dejemos que el post se descarrile y volvamos a la “Fiesta” de Hemingway. Luego de su recomendación, apenas acabé la novela que estaba leyendo, me la compré, pues pensé que iba a ser uno de esos textos reveladores y/o que cambian la vida, debido al entusiasmo con el que la mujer me había hablado acerca de la novela. Luego de terminarla, no me pareció nada del otro mundo; tal vez eso se debió por el momento en el que llegó a mi vida, pues bien sabemos que el significado e impacto que los libros tienen  en uno cambia, al tiempo que lo hacemos nosotros, con el pasar de los años.

En un artículo de prensa de 1981, titulado “mi Hemingway Personal”, García Márquez a sus 28 años, relató una ocasión en la que, “con una novela publicada y un premio literario en Colombia, pero varado y sin rumbo en Paris”, según sus propias palabras, vio al legendario escritor norteamericano, que acababa de cumplir 59 años, caminando junto a su esposa por la acera opuesta. En medio del éxtasis que le produjo el avistamiento, solo atinó a gritarle “Maeeestro”, a lo que Hemingway le respondió con un saludo con la mano, y las palabras: Adióoooos Amigo”. 

En el artículo Márquez también habla de que Hemingway era un monstruo para escribir relatos cortos, pero que algo fallaba en su técnica en los relatos de largo aliento; que uno podía diseccionar sus cuentos y asombrarse con la manera en que todas sus partes habían sido escritas para acoplarse de manera perfecta, como el engranaje de un reloj, al contrario de sus novelas que, al momento de someterlas a ese mismo estudio riguroso, resultaban ser “cuentos desmedidos a los que le sobran demasiadas cosas”. 

No creo que mi yo lector de ese entonces hubiera precisado lo mismo que el Nobel colombiano, sino que simplemente no me gusto y ya. A ella, la mujer que conocí en la fiesta, el libro la había tocado profundamente por alguna razón: un recuerdo, una experiencia, la relación con un personaje, vaya uno a saber qué cosa en particular. 

Recuerdo también como La Metamorfosis de Kafka se me apareció el año pasado de diferentes maneras y la volví a leer. Quizá haga lo mismo, este año, con la novela de Hemingway.