Un señora se sienta en la mesa de al lado. La observo y me devuelve la mirada. Hay algo en la simetría de su cara que me da mala espina, usted sabe, esas corazonadas que no significan nada, pero que les ponemos atención al atribuirles algo de misterio.
Me concentro en trinchar una porción de torta de zanahoria y llevarme unos bocados a la boca, acciones que combino con pequeños sorbos de capuchino. Ahora miro a la mujer de reojo; ella mira para todos los lados, parece que espera a alguien.
Al rato llega su amiga; viste botas cafés, pantalón negro y un chaleco escocés. También lleva una cartera del mismo color de las botas y su pinta la remata con una bufanda roja. Parece que se esmeró en arreglarse para el encuentro.
La de la mirada indescifrable se pone de pie para recibirla y se dan un abrazo prolongado. Después del saludo le dice "Estás como de 15", la otra sonríe. Se sientan y tienen una amistosa discusión, plagada de risitas ligeras, sobre quién va a comprar las bebidas.
La señora que supuestamente se ve de 15 debe tener unos 60 años y la otra también, pero se ve ligeramente más joven porque tiene el pelo tinturado de negro, tal vez eso es lo que la hace ver a la ofensiva, mientras que la otra porta sus canas, que le dan un aire de abuela consentidora, con orgullo.
Es imposible detener el proceso de envejecimiento, pero ¿por qué no aceptarlo con dignidad? Por qué no decirle a la señora de la bufanda roja que en vez de quince parece de 59 y medio? Tampoco sabemos si ella al arreglarse quiere verse de 15, un objetivo, a su edad, completamente ridículo.