Hoy iba en el carro y hacia un sol picante, amenazador, que tenía ganas de derretirlo todo, derretirnos, reducirnos a nada. El cielo tenía unos parches despejados y otros en donde había reuniones de nubes. Estaban apretujadas como huyéndole a algo o hablando entre ellas.
Quizá huían del sol, que en medio de la buena onda que aparenta ser, en realidad es un tirano. Las nubes, blancas y bonachonas, discutían sobre La ganas que tiene el gran astro, de convertirse en una Enana Blanca, para engullirse a la tierra y acabar con los humanos que, a su vez, también tenemos ganas infinitas de destrucción, en fin. El hecho es que ahí estaban suspendidas, con sus formas no formas y moviéndose despacio.
Una de ellas había adoptado la forma del hongo de la bomba atómica de Hiroshima. Todo en ese momento tenía relación con desgaste, destrucción, fin, o por alguna razón mi subconsciente me estaba enviando esas señales o me estaba dejando esas migajas en el camino para que las recogiera si me daba la gana o no.
Le dije que no se pusiera tan pesado, que era sábado y seguro todo tenía que ver con que todavía no había almorzado. Bajé la mirada y me puse a observar los puestos de comida al lado de la carretera. Eran asaderos uno detrás de otro con carpas viejas, sillas y mesas plásticas y parrillas con brasas ardiendo con carne y mazorcas y una persona con un cartón o la tapa de una olla echándole brisa.
Volví a mirar las nubes y la de la bomba atómica ya había desaparecido. Intenté buscarle una forma a otra, pero no encontré ninguna, así que distraje mi mente con cualquier idea antes de que se pusiera a pensar en más cosas extrañas.