La aplicación dice que el carro está a 3 minutos. Acabo de un sorbo una cerveza, y salgo a esperarlo a la calle. Al poco tiempo vuelvo a revisar el celular para darme cuenta de que el conductor canceló el viaje.
Es casi medianoche y decido aminar un poco antes de volver a pedir otro servicio. No sé en qué baso mi decisión para echar a andar sin rumbo alguno, pero así lo hago hasta que llego a un edificio en el que celebran una fiesta. Por el ventanal amplio de un apartamento en el segundo piso sale mucha luz, la música está a todo volumen y un grupo de personas canta a todo pulmón. Sus risas y voces inspiran alegría, así que decido pedir el otro carro en ese lugar.
Me confirma uno que está a 11 minutos, 11 berracos minutos, aunque las calles están desoladas. Me siento en un murito de ladrillo a esperar, a veces la vida consiste solo en eso, en dejar pasar los minutos sin molestarse. Cada cierto tiempo pasa un carro a toda velocidad y pienso que uno de ellos lo va manejando un borracho que va a perder el control y se va a estampar contra el muro en el que estoy sentado. Menos mal que las ficciones que monto en mi cabeza no ocurren.
Pienso en cancelar el servicio, para ver si puedo conseguir otro carro que esté más cerca, pero al final lo dejo ser, decido, como les dije, esperar.
La primera canción que suena durante mi espera es El Cóndor herido: Mejor me voy, mejor me voy como hace el cóndor herido, “¡ja! Como hace el cóndor herido”, dice un hombre en voz alta y luego ríe”. La fiesta disfruta de una tanda de vallenatos, y la otra canción comienza en medio de una algarabía del grupo de fiesta: “Para que me quieres culpar si tú eras para mí, como agua pa'l sediento”.
Reviso de nuevo el celular, y el carro que pedí ya está a un minuto. La última canción que escucho de la fiesta es un merengue, mientras imagino a las parejas de baile dando vueltas en una pista de baile improvisada, la sala del apartamento para ser más precisos.
Desde que me dejaste la ventanita del amor se me cerro…