martes, 12 de marzo de 2024

En un café

El lugar lo están remodelando y me siento como un tarado porque no encuentro la barra para hacer el pedido. Veo a un mesero y le pregunto dónde queda. Apenas comienza a hablar para darme las indicaciones arranca a caminar para mostrarme en dónde está. Me siento aún más tarado porque es como si hubiera pensado: Este tipo no va a poder encontrar la barra por sí solo.

Luego de hacer mi pedido, veo a dos hombres (uno viejo y el otro joven) conversando animadamente al final de la barra. Deben ser nieto y abuelo, pienso, pero el menor, apenas está listo su pedido lo toma y se despide del anciano que lleva sombrero y bastón. Todo parece indicar, que alguno de los dos comenzó a hablar y el otro le siguió la conversación. Imagino que el viejito fue el que comenzó a hablar.

Apenas llego al final de la barra para esperar mi pedido, le entregan el suyo al anciano. Minutos más tarde ya tengo mi café y voy a buscar mesa, pero como el lugar lo están remodelando se redujeron las mesas disponibles.

Mientras camino, esquivando sillas y buscando donde sentarme, me cruzo con el viejito del sombrero que está solo en una mesa. Me hace gestos para que lo acompañe, pero rechazo su amable invitación, porque quiero leer y seguro él quiere conversar con extraños como yo. El caso es que quiero dedicar el tiempo que tengo disponible a meterme en el mundo de la novela de turno y que nadie me fastidie.

“Tranquilo, muchas gracias”, le digo al anciano del sombrero, que ahora revisa su celular. Seguro está tranquilo, no sé por qué se me ocurrió responderle semejante estupidez, en fin.

Ahí me quedo un par de minutos con el café en la mano y dando vueltas, hasta que por fin se desocupa una mesa. Me lanzo a caminar hacia ella como si mi vida dependiera de ello. Es una conducta exagerada porque nadie más busca mesa en ese momento, pero ¿qué le vamos a hacer? En la vida se tiene derecho a actuar de forma maniaca de vez en cuando.

Apenas me siento y comienzo a leer, soy consciente del ruidajero del lugar. ¿Por qué no se callan todos?, pienso, e imagino que me responden ¿gran pendejo, por qué no se va a leer a su casa? No continúo con esa conversación mental, porque tengo todas las de perder.

En una mesa de al lado un hombre teletrabaja y da la hora de una reunión para Guatemala y Honduras, “Es a las tres de la tarde hora colombia”, concluye. Hay varias personas en ese mismo plan. Una mujer, por ejemplo, optimiza el espacio de la pequeña mesa muy bien, y aparte del portátil, también tiene encima de ella un vaso de café, un mouse, y una libreta. Se le ve algo rígida porque sus movimientos deben ser precisos para no tumbar nada mientras teclea, habla y levanta el vaso de café para darle sorbos.

A mí derecha, un hombre está encorvado sobre su portátil y tiene unos audífonos de diadema que, pienso, deben cancelar el ruido del entorno. Me solidarizo con él, pues seguro no quiere que nadie lo moleste durante el tiempo que va a pasar en ese lugar. Al rato un hombre le toca el hombro y lo saca de su burbuja. “hola fulanito, ¿cómo estás?” “bien gracias”, responde el hombre con un dejo de fastidio en su voz”. “El otro día estuve con tu papá yo no sé donde”...el hombre, que ahora tiene los audífonos colgando del cuello, no responde nada, y pone una cara de nada de: ¿y a mí qué? Al final el viejo parece entender su lenguaje corporal y se despide. El hombre vuelve a ponerse los audífonos y fija de nuevo su mirada en la pantalla del portátil.

Una mujer menuda que lleva pantalones anchos y el pelo recogido en una cola, se sienta en otra mesa y en vez de poner el portátil sobre ella, cruza las piernas como una contorsionista –como solo las mujeres lo saben hacer– y lo ubica sobre ellas.

En medio de ese ajetreo de personas, charlas portátiles, termino un capitulo, miro la hora y me doy cuenta de que debo abandonar el café para no llegar tarde a una cita.

El viejito del sombrero conversa ahora con dos personas que lo acompañan en su mesa. No sabemos si son viejos conocidos o extraños que acaba de conocer en ese lugar.