El día está oscuro. Fuertes ventarrones son los heraldos de un aguacero de proporciones bíblicas.
En el parque, un vendedor de unos 50 años, que lleva pantalones de drill y un sombrero, digamos, detectivesco sostiene en sus manos un palo del que cuelgan varios ringletes que, con sus diferentes colores, le hacen frente al día gris.
El hombre está sentado en una banca y con la mirada perdida en algún punto. Es una escena triste, pues en el momento en que lo observo el viento ha dejado de soplar y los ringletes, con sus colores, pero sin movimiento, como vivos pero muertos, pierden gran parte de su atractivo.
A pocos metros del vendedor, dos mujeres adolescentes, ambas con camisas ombligueras (¡Con semejante clima!) se toman fotos. No es una simple selfie, sino que una de ellas posa, en una posición que considera sexy, con una mano apoyada en un árbol, mientras su amiga captura su imagen repetidas veces. Luego, la del árbol abandona su pose de modelo y corre a ver cómo quedó la foto.
Ríen y alguna de las dos, difícil precisar si la fotógrafa o la que hace de modelo, considera que pueden hacerlo mejor, y la primera corre de nuevo hacia el árbol para adoptar su última postura, mientras bate su pelo y se lo echa hacia atrás. Imagino un séquito invisible de maquilladores y técnicos con luces que intentan mejorar su postura e imagen.
Tal vez su foto se vería mejor si se la tomaran con uno de los tristes ringletes en sus manos.