sábado, 8 de julio de 2017

Angustia

Carolina ha trabajado toda su vida como peluquera. Cálculo que debe tener unos 36 años. Conversamos sobre cualquier cosa, hasta que le pregunto por sus hijos. El menor, está estudiando ingeniería de sistemas y va a entrar a tercer semestre. La mayor lleva un tiempo sin trabajar ni estudiar y está en la casa.

Me cuenta que desde hace unos 4 años sufre de ataques de angustia. Le pregunto, sin ánimo de morbo, si recuerda la primera vez que tuvo una recaída. Me mira por el espejo y, por un instante, su gesto refleja lo mal que lo pasó en esa ocasión. 

“Un día yo me vine al trabajo y ella me llamó llorando. Le pregunte que qué le pasaba, y me contestó que no sabía, pero que se sentía muy triste. Le pedí que por favor tratara de explicarme, para ver de qué manera la podía ayudar, y me dijo que tenía mucho miedo, miedo de mirar por la ventana, de salir, como un miedo del mundo. Qué se había acercado a la ventana y que una voz en su cerebro le decía: “salta”, pero como afortunadamente siempre hemos sido muy creyentes otra de más peso le decía: “no lo hagas”, y pues nosotros vivimos en un tercer piso. No te imaginas el pánico que tuve ese día.

“Hace unos días el médico le cambio el medicamento. No sé parece que esas pastillas que se toma la cansan, porque se la pasa en la cama y durmiendo. Yo siempre trato de darle aliento, y ella se llena de optimismo cada vez que sale del hospital, luego de superar una crisis. Siempre dice: “algún día voy a salir de esto mamá”, pero no sé. Lo único que puedo hacer por ella es estar a su lado.

No hago ningún comentario. A veces eso es lo único que necesitan las personas, que les prestemos atención a las historias que nos quieren contar, sin entrar en la dinámica del juzgamiento y la opinión.