martes, 29 de marzo de 2022

Lluvia

Llueve fuerte.

Del piso parece que salen chispas.

La mayoría de personas caminamos de afán y mal encarados, esquivando otros cuerpos. De vez en cuando chocamos los hombros de alguien, pero aún así nuestra mirada sigue clavada en el piso.

Odiamos el agua, la lluvia, los retrasos que va a generar en nuestros planes –como si pudiéramos dominar el curso libre de la vida– y a algunos, los realmente condenados, pisaron un charco, se les coló el agua por un hueco del zapato y llevan las medias mojadas.

Los buses que pasan tienen los vidrios empañados, porque quienes van en ellos se niegan a abrir las ventanas. Adentro, seguro, el sudor en grupo se convierte en un olor particular, milenario, digamos, de masas o, más bien de masa, singular, de un único cuerpo del que todos, así no queramos, hacemos parte.

¿Qué queda por hacer? No prestarle mucha atención, dejar que nos cubra y, si acaso, subirle el volumen a la música que se escucha a través de los audífonos.

Ahora en la calle alguien rompe el molde, un error divino abandona la regla: una mujer camina sin sombrilla y está totalmente empapada. Lleva puestas unas baletas negras, un jean saltacharcos azul oscuro y una camisa blanca de botones negros que le deja los brazos descubiertos. Una cartera negra cuelga de su hombro derecho.

La mujer sonríe, la lluvia es lo de menos para ella, no la incomoda para nada, al contrario, la celebra. No sabemos qué le paso, pero parece como si le acabaran de dar la mejor noticia de su existencia.

Fluye con la vida, a pesar del empeño de esta en ser cabrona y oscurecernos el panorama en el momento menos pensado. Esa mujer es, como dice un poema, como el agua, que se escurre por entre los dedos, pero es capaz de sostener un buque.