jueves, 24 de noviembre de 2022

No conocemos a nadie

Trabajo en el otro extremo de la ciudad, así que debo levantarme cuando todavía es de noche para poder llegar a tiempo. Lo primero que hago es preparar café en una cafetera italiana que está a punto de desbaratarse.

Luego me siento en la mesa de la cocina y espero a que el café esté listo. Me lo sirvo en mi pocillo preferido, uno de color negro y que tiene la oreja desportillada. Todo en esta casa parece estar en ruinas.

Me gusta ese momento del día, porque me pongo a pensar sobre mi vida. Lo que está bien y lo que no y me gustaría mejorar. Lo hago mientras le doy sorbos pequeños al tinto para no quemarme la boca.

Cuando me lo acabo de tomar, busco la correa de Danger, mi perro. El nombre es una broma porque es un cruce de perros enanos, de esos fastidiosos que ladran porque sí y porque no. Lo llevo a un descampado que queda a media cuadra y muy pocas veces me cruzo con algún vecino.

Ayer, cuando llegué del trabajo, pasé por la casa de Jaime. Don Jaime le dice todo el mundo, pero yo no sé por dónde le ven el don. Estaba sentado al frente de la puerta. Suele hacer eso, saca una silla Rimax blanca y se sienta a ver pasar la gente, la vida o las dos cosas.

“Buenas tardes”, le dije. No tenía otra opción que saludarlo, si no quería pasar por grosera. Él levanto una mano a manera de saludo al tiempo que decía, “usted sale muy temprano de su casa, ¿no vecina?

No le respondí nada, pero después de llegar a la casa me puse a pensar en lo que me dijo: “¿Por qué sabe de mis rutinas?, ¿Es que acaso me espía? Uno nunca termina de conocer a las personas.

Nunca sabemos, por ejemplo, si ese que nos sonríe tiene cuerpos picados en pedacitos dentro de su congelador.