Debo contar con unos 9 o 10 minutos para escribir esto, o por lo menos para empezar a escribirlo, y no tengo idea alguna de qué carajos saldrá. En caso de que usted, querido lector, se pregunte: ¿por qué el límite de tiempo?, le respondo: se debe a que puse unos pescados en la freidora de aire y, estimo, ese es el tiempo que resta para que estén listos. En medio de su cocción, me entró esa extraña urgencia de escribir algo y, pienso, hay que hacerle caso a esos impulsos.
No sé cuántos días llevo sin escribir, ¿dos, tres? Igual no importa. Lo único que importa es tratar de juntar unas cuantas palabras. Quitarse todo el tedio de encima y aporrear el teclado con las muchas o pocas fuerzas que se tengan. Eso es lo que creo.
He leído buenos textos estos días, columnas de opinión tipo ensayo donde los autores exorcizan todo tipo de demonios, como la de una mujer que habla de la relación de odio que tuvo con la gordura en un momento de su vida y cómo maldijo a una tendera hijueputa que le dijo que no debería comprarse un arequipito porque estaba gorda. Vieja malparida esa. La gente siempre dando sus opiniones no solicitadas. En fin.
Me pregunto cómo le salió esa columna a esa escritora: si la escribió lentamente, a ritmo de un par de párrafos cada día, o si de pronto se sentó en una tarde fría y lluviosa en la sala de su casa, con vista a las montañas, una manta sobre sus piernas y una jarra de tinto, y apenas comenzó a teclear, el texto le salió como un chorro por los dedos.
Así me gustaría escribir a mí. Que las palabras me salieran como un chorro a presión, sin dificultad alguna. Hacerle caso a ese consejo que tanto dan en talleres de escritura: escribir sin editar, lo que salga, sin contenerse.
También leo Así me tiemble la voz de Catalina Acosta, y aunque de cierta forma la narradora es es distinta a la del otro texto del que les hablé al principio, también guarda algo de esa crudeza tan necesaria a la hora de escribir, de no buscar el adorno, sino solo contar.
Escribir. Escribir a chorros.