Ahí estoy yo sin dormir, y al otro lado del mundo algunas personas ya se bañaron, desayunaron y están sentados en sus escritorios trabajando.
Hace más de una hora me acosté dizque para dormir. Leí un rato, luego me puse a mirar el celular –ya saben, darle scroll down como si el mundo se fuera a acabar–, lo dejé de nuevo sobre el mueble modular al lado de mi cama que hace sus veces de mesa de noche, y luego de apagar la luz me pongo a pensar en los huevos del gallo.
En medio de mi contemplación a ojo cerrado, me pregunto sin roncaré mucho estando dormido. Mi hermano y una de mis hermanas son campeones mundiales de ronquido. No les envidio eso, pero si la facilidad que tienen para dormirse. Parece que apenas ponen la cabeza en la almohada caen en un sueño profundo. Yo, en cambio, doy vueltas y vueltas, repaso eventos viejos y recientes, moldeo ideas para escribir algo y en eso se me va el tiempo hasta que me quedo dormido.
¿Será que roncar tiene una relación directa y proporcional con soñar, es decir, que a más ronquidos mayor producción de sueños?
De ser así, por eso debo soñar poco o mal, pues muy rara vez recuerdo que fue lo que soñé y cuando lo logro, son sueños locos, partidos en escenas sin mucho sentido, como si mi inconsciente se hubiera tragado una pastilla de LSD.
Pienso que lo mejor sería dejar ese análisis para otro rato e intentar dormirme, o si no mañana no habrá alarma que me despierte.
Odio las alarmas.
Imagino que esa interrupción drástica, para pasar del sueño a la vigilia, nos recuerda aquel momento traumático en el que nos sacaron del útero materno.
Ahí sigo otro rato, encadenando un pensamiento detrás de otro hasta que me quedo dormido.