Leo un artículo en el que cuentan que Jacinto Cabezas, el escritor, cree que hay días de días para escribir. Dice, después de botar el humo de un cigarrillo al que le da caladas profundas —así lo cuenta el escrito—, que Algunas veces escribe textos con los que se obsesiona y que no abandona hasta que, cree, les pone el punto final y los termina; aunque piensa, como muchos otros, que un texto, cuando se cree terminado, lo que se hace, escasamente, es abandonarlo.
En esos días, piensa, las palabras le fluyen más fácil, las asociaciones libres brotan del subconsciente como si nada y siente que todo lo que hace, lee, escucha o le dicen, tiene que ver con el tema sobre el que está escribiendo, o busca alguna manera de relacionarlo. Cabezas anhela que todos los días sean así, pero afirma que son contados, como errores del sistema, por decirlo de alguna forma.
Lleva, a manera de diario, un registro minucioso de esos días, para ver si puede descubrir el patrón de comportamiento que los genera. Es feliz en ellos, pues están llenos de adrenalina mental, es decir, se la pasa explorando los bordes y desfiladeros peligrosos de la periferia de la realidad que, como ya sabemos, están lejos del centro, aquel lugar tan peligroso repleto de ideas enquistadas y lugares comunes.
En otros días, cuenta Cabezas, el órgano de la imaginación —así lo cree, que la imaginación es un órgano, una parte palpable del cuerpo— desaparece o se niega a trabajar y entonces las palabras se le atoran en los dedos. Esos días, la gran mayoría, —de ahí que le hayan diagnosticado depresión— tan distintos a los otros, lo invade una tristeza que lo obliga a recostarse en la cama y solo dormir.
La vida, si uno se fija bien, se reduce a un sistema binario: se tienen días 1 y días 0, los unos y los otros, que son diametralmente opuestos.