A Daniel Salazar le gustaría ser ligero. Cree que las cosas que no tienen casi peso, una pluma, una mota de polvo, una miga de pan, carecen de importancia para las personas.
Todo él es peso, una mole andante de órganos y vísceras. Daniel todavía no entiende las ganas que tenemos de ser importantes, alguien de peso, mejores que los otros, estar por encima de nuestros pares de cualquier manera, de ahí sus ganas de ligereza.
A Salazar no le importa tener que andar por la vida arrastrando su pesado cuerpo, ojalá sólo fuera eso, pero sabe que lo que más le pesa son las obligaciones como ser humano, acompañadas por la solidez de sus pensamientos, y el tener que cumplir con un sinfín de requisitos que, se supone, lo acreditan como buena persona, alguien normal: un buen esposo, buen trabajador, buen cristiano; una lista, más bien, de nunca acabar.
Está cansado. Recuerda la tira cómica de Mafalda en la que Felipe, en un particular soliloquio, se pregunta: ¿Qué necesita ser una vaca para ser vaca? Ser vaca, ¿qué necesita ser un león para ser león? Ser león, ¿qué necesita un humano para ser un humano? ingeniero, abogado, médico…de ahí sus ganas de ser ligero, ser Daniel o Salazar, no le importa como lo llamen, sin necesidad de ser nada o nadie más.
Le gusta también la opción de no resistir que otorga la ligereza, de dejar ser. “Al aplicársele una acción al cuerpo ligero, este no reacciona de ninguna manera” piensa. Poco después concluye: “La pluma, por ejemplo, no se enfurruña con la persona que por juego o molestia la hecha a lejos con un soplido, en cambio toma vuelo por un momento y al rato se revuelca de nuevo por el piso, y ahí se queda hasta que una corriente de viento la levanta y la lleva de nuevo a quién sabe dónde.
Ser ligero, ser nada, nadie; despojarse de todo tipo de peso. A eso aspira Daniel.