Mañana salgo de la ciudad, así que voy a dejar de escribir por unos días. Siempre que voy a viajar pienso mucho en eso: ¿Qué temas iba a tratar?, ¿voy a dejar de escribir un buen texto?, ¿cómo la existencia, o bien, inexistencia, de esos textos-no-textos va a afectar mi vida?, ¿de qué forma se va a desbarajustar el mundo, por lo menos el mío interno debido a ellos? Ya sabemos que se deja de escribir y el engranaje llamado vida comienza a fallar.
Entonces pienso: “Voy a tratar de escribir un buen texto antes de marcharme, uno sincero”, pero creo que la mayoría de las veces, como hoy, eso nunca ocurre.
Por alguna razón, cuestiones de envejecimiento, supongo, me desperté a las 4 y media de la mañana, sin ningún motivo aparente. Me enrosqué como una serpiente en las cobijas, y cerré los ojos confiado en que iba a conciliar el sueño rápidamente. Pero no fue así, entonces decidí ponerme de pie e ir a la cocina a prepararme un té. Luego, ya de vuelta en el cuarto, edité una columna que tenía en remojo desde septiembre y que por fin escribí a inicios de esta semana (no había caído en cuenta de ese texto sincero) y luego el día y sus afanes me envolvió por completo.
A eso de las 5 tuve chance de escribir algo acá, pero el sueño me estaba ganando y preferí tumbarme en la cama. Ahora escribo esto, pero, no sé por qué, creo que no es la entrada que debí haber escrito hoy, sino, digamos, una especie de texto impostor que encontró la manera de colarse.