miércoles, 13 de noviembre de 2019

El culirrojo

Creo que uno de los mejores postres es una chocolatina Jet de las pequeñas acompañada con un tinto. Ese era un ritual que practicaba mucho en la universidad y que ahora hago de vez en cuando, como hoy. 

El truco, el mío por lo menos, consiste en darle mordiscos pequeños a la chocolatina, al tiempo que se le dan sorbos al tinto, y en medio de eso uno echa globos sobre la vida, desde el tema más insulso hasta el más trascendental. Así hacíamos Javier y yo antes de entrar a clase después del almuerzo: Nos sentábamos en la mesa de alguna cafetería y tocábamos algún tema, pero lo hablábamos muy despacio, con unos silencios enormes en los que cada uno rumiaba el tema por su cuenta; apenas ese estado contemplativo terminaba, procedía a mirar la lamina de la chocolatina. 

Hoy me encontré nada más ni nada menos que con el Alaurcorhynchus haematopygus que lleva por nombre, artístico digamos, “El Tucanete Culirrojo”. Que rabia tener un nombre como europeo lleno de consonantes y muchas sílabas, solo para que nadie se lo aprenda y lo llamen a uno: “El culirrojo”. Es como si uno,, por cosas de la vida, se llamara Von Sturzenegger y fuera conocido como “El Greñas”, por decir algo.

En fin, el caso es que me puse a leer sobre el culirrojo y me enteré de que mide 41 cm de largo, y que “sus cantos y llamados retumban en el bosque”, sobretodo cuando anda en búsqueda de pareja, y que prefiere la parte alta de los árboles, lugar donde suele confundirse con el follaje.

Después de conocer un poco al culirrojo y sus costumbres, intenté buscar una señal en esa lamina, extrapolar algo de esa información a alguna situación personal, pero no discerní nada. 

Uno se la pasa haciendo eso, buscando señales en trozos de realidad que no son más que eso, cosas que pasan y ya está, como el canto del culirrojo que retumba en el bosque y el follaje de los árboles donde se posa, que no significan nada más aparte de lo que son.