jueves, 24 de agosto de 2017

Sufrimiento

El texto acaba de ser leído ante un grupo compuesto por no más de 10 personas. “Gracias, ¿alguien tiene comentarios?, pregunta el hombre que dirige la sesión”. Al principio todo los presentes callan, hasta que uno de ellos decide hablar.

“El texto está bien—comienza a decir esa persona, hace una pequeña pausa y toma aire para pronunciar esa palabra que ralentiza todo—pero, me parece que podría mejorársele...” y comienza a enumerar los aspectos que él cree son susceptibles de mejora.

Una vez el hombre termina de exponer su punto de vista, solo eso, una opinión, ni buena, ni mala, ni acertada, ni errónea, tan solo un comentario que, en la medida de lo posible, intentó que fuera lo más constructivo posible, el autor del texto comienza, aún sabiendo que a todo, por perfecto que sea, siempre se le puede encontrar peros, a justificar y defender cada palabra, cada signo de puntuación e idea de su texto. Somos buenísimos para encontrarle una explicación a nuestros desaciertos.

Mientras tanto el texto se retuerce en la hoja, pues quiere que su autor acepte los comentarios sin reaccionar, sin sentirse agredido, despojándose de la soberbia; que acepte lo que le digan, bueno o malo, y proceda a editarlo. El texto sabe que una vez leído debe sostenerse por sí solo; que, si una sola palabra de las que contiene genera dudas o malestar en el lector, es porque no funciona como un todo. 

Ahora otros presentes se animan a hacer comentarios sobre el texto. Su autor se sigue defendiendo a lápiz y espada, tratando de esquivar los comentarios que más bien le parecen afrentas y golpes lanzados que cree, buscan tumbarlo, derrotarlo, dejarlo sin opinión y palabra.

Mientras tanto, el texto sufre.