miércoles, 26 de septiembre de 2018

El muelle

Hoy, por unos segundos, vi la imagen de un muelle en la televisión, uno de esos grandes de feria. Estaba pasando canales y, no sé por qué, me detuve unos segundos en ese. 

Era la escena de una película, quién sabe cuál; una toma desde lejos, en la que se veían algunas personas sentadas en las bancas mirando un atardecer frio pero soleado, y se alcanzaban a oír alguno graznidos de gaviotas que se sobreponían al golpe del ir y venir de las olas sobre la orilla. 

En ese preciso instante, deseé estar en ese muelle,—nada raro o loco que tuviera que ver con ser un personaje de la película, que de pronto era sobre un asesino en serie, y que pereza cambiar la realidad por una ficción estresante, ¿no creen? —ser una de esas personas que contemplan sin ningún afán un atardecer, masticando un pensamiento tras otro, mientras se arrullan con el sonido del mar. 

Recuerdo la imagen y me da algo de envidia, pues yo al contrario de ese vaivén de olas y espuma que produce ese ruido tan apaciguante, disfruto de los ladridos y gemidos de un perro, en un edificio de parqueaderos, al que parece lo están torturando, en fin, cada quien con su paisaje, sus olas y gaviotas. 

Ahora que recuerdo la escena, supongo que quise y quiero hacer parte de ella, porque todos, en mayor o menor medida, anhelamos bajarle los cambios a la vida. Escapar de esa rutina que nos dicta qué debemos ser y hacer. 

En mi vida, solo una vez he caminado sobre un muelle, digamos, digno de película. Fue en en verano, en un pueblo pequeño llamado Conway, que mis amigos catalogaron como “La Dorada” gringa. El muelle es, en tamaño, proporcional al pueblo; una miniatura del que vi en la película, con sus banquitas blancas y su piso de tablones de madera. La paz en una estructura hecha por el hombre

Un libro, un café, una banca y un muelle: eso todo lo que pido en este momento.