La alarma vuelve a sonar y Sofía Lomb mira el celular. Son las 5:45 a.m. Suspira. Justo cuando expulsa el aire decide desactivarla. Luego se da media vuelta y al instante cae en un sueño profundo.
Cuando se vuelve a despertar, de forma natural, sin ningún paso traumático hacia la vigilia por culpa de una chicharra, ya son más de las 9 de la mañana. “Esto es despertarse bien”, piensa. Luego se recuesta sobre la pared y ocupa su cabeza con Joaquín, su novio, ¿Qué estará haciendo?,se pregunta.
Por un segundo piensa en llamarlo, pero desiste de la idea, pues cree que su equilibrio mental también depende de pasar tiempo sola, atrapada en su cabeza con sus pensamientos, cuidando los buenos y aplacando los malos.
Decide meditar 5 minutos, solo un decir, pues lo único que hace es respirar, inhalar y exhalar profundo, una y otra vez, sin importarle si por su cabeza se le cruzan mil pensamientos.
Luego se ducha y cuando sale, le da pereza arreglarse y se pone un pantalón para hacer yoga y unos tenis, “así, ligero, es que uno debe andar por la vida”, se dice. Cuando se termina de vestir y apenas sale del cuarto, se da cuenta que no tiene ganas de preparar desayuno, así que decide ir a Café Volcán, el café de la esquina de su casa que, espera, tenga una mesa desocupada.
Cuando llega, el lugar está, como siempre, lleno de personas que teclean de forma frenética en sus portátiles. A Lomb le parece que cada uno de ellos o ellas, quiere ser el próximo Jobs, Musk, Branson, en fin, el próximo gran magnate que va deslumbrar al mundo con un producto o servicio.
Un hombre que está en una mesa y lee el periódico la ve buscando mesa y la invita a sentarse. Lomb le regala una sonrisa lastimera y sigue de largo hacia la barra. Allí se sienta en la punta, el lugar más apartado, y espera que a nadie le de ganas de hablarle.
Pide un café con un eclair de chocolate y se sienta a observar el panorama y a tratar de pensar en nada. Trata de fijar su atención en el ruido del ambiente: el sonido de los cubiertos contra los platos, las conversaciones, en las otras mesas, los sonidos de la caja registradora, el ruido de los motores de los carros que pasan por la calle. Combina eso llevando con cuidado la tasa de café a su boca, al igual que pegándole mordiscos al bizcochuelo.
“¿Qué estarán pensando en mi oficina?”, se pregunta.