Dos hombres están sentados en la mesa de un café. Hablan sobre negocios y mencionan algunas empresas mayoristas de tecnología; al rato llega otro.
“Pero miren quien llego”, dice uno de los primeros en voz alta, y yo, que estoy leyendo, le hago caso y levanto la mirada para cumplir con su orden y examino al recién llegado: un hombre que lleva una camisa roja con pintas de rombos y pepas blancas, blue jeans y unos tenis, también rojos.
El nuevo integrante del grupo les cuenta cuál fue la ruta que escogió para que le rindiera de tal manera. “¿Pero hoy vernos en un café?”, alega. “Si me dicen que nos veamos en un BBC, seguro que llego más temprano.
“Si quiere ahorita después vamos, le responde uno algo ofendido, seguro el que escogio el café como lugar de reunión.
Los envidio un poco. Estoy en el lugar quemando tiempo para una cita médica que tengo a las 5:40 p.m. ¿Pero en qué carajos estaba pensando cuándo la programé?
Miro nuevamente a los bebedores de cerveza en potencia. Lo más sensato, para equilibrar los asuntos que me competen a mí y a ellos, sería que yo estuviera esperando a a una mujer que me gustara mucho para tomar un café y charlar de la vida, de todo y de nada. Pero no, mi plan de viernes es una cita médica.
Se me ocurre pensar que el médico, después del saludo y una conversación sonsa que da arranque a nuestro encuentro, me va a decir que me quedan dos semanas de vida. Aparte del pavor, me daría mucha rabia que fuera así, pues 14 días no son nada; seguro pasarían volando y san se acabó.
¿Qué tal que hubiera programado la cita para una fecha posterior a esas dos supuesta semanas de vida? ¿Moriría sin saber que la parca me iba a visitar?, ¿es eso una ventaja o una desventaja?
¡A las 5:40 p.m.! ¿A Quién diablos se le ocurre? 5:40, 5:40. Repito la hora varias veces, más con un sentimiento de aburrimiento que de rabia.
Minutos antes de la cita llego al lugar y la sala de espera está casi desocupada; obvio, pocos son los tarados que programaron citas para un virnes que precede un lunes festivo. Aparte de la recepcionista, solo me acompañan una abuela, su hija y nieta.
El médico las hace pasar y aprovecho para leer otro par de capítulos de la novela.
Cuando las mujeres salen, bromean con la recepcionista. Cuando dejan de hacerlo, la segunda me indica que puedo seguir. Ya en el consultorio, el médico me saluda y comienza a preguntarme que cómo me he sentido, me toma al presión, el pulso, me hace tomar aire y botarlo lentamente. La cita, al parecer transcurre normalmente.
Cuando siento que va a acabar, le pregunto a bocajarro: Doctor, dejemos el teatro para otro momento, ¿cuánto tiempo me queda de vida?
Abre los ojos y me mira sorprendido, sus labios se curvan, no sé si en una sonrisa sincera o malévola.
“ ¿Qué quiere que le diga?, seguro más de dos semanas”.