Desempaco dos cajas con libros.
Los voy organizando encima de la cama por autor o género, pero al poco rato me aburro y los pongo en la biblioteca a la maldita sea, es decir, sin importar cuáles sean sus vecinos, pues prefiero la aleatoriedad que un orden preestablecido. De todas formas no es que sean muchos. Entonces, por ejemplo, Balsa de Fuego, del melómano Juan Carlos Garay, queda al lado de Conversaciones en la Catedral de Vargas Llosa, y el del escritor peruano junto a The wind-up bird chronicle de Murakami.
En medio de mi tarea me encuentro con un par de novelas que no terminé de leer y otras que no me impactaron tanto como esperaba. Entre los primeras se encuentra El Péndulo de Focault de Umberto Eco y El asesino ciego de Margartet Atwood. Con el de Eco me di cuenta de que no estaba conectando con la novela después de empacarme 700 páginas. En esa época apenas estaba dejando el mal vicio de obligarme a terminar de leer los libros empezados y por eso demoré tanto la decisión de abandonar la lectura.
El de Atwood lo compré luego de la charla de esa autora en una edición del Hay Festival, porque la académica Azar Nafisi menciona esa novela en su libro Leer Lolita en Tehrán. Al momento de las preguntas en la charla de Atwood quedé con la mano levantada. Quería saber cuál de sus obras le gustaba más; por alguna razón imagino que no es el Cuento de la criada, y esperaba que me dijera que era el Asesino Ciego, pero al final no supe y me aventuré a comprarla.
Nafisi dice que en es una joya en cuanto a técnica narrativa, porque es una novela dentro de una novela, pero tampoco me pude conectar con la historia y por eso abandoné su lectura.
Del segundo grupo está Pedro Páramo, un libro que leí pero que no me impactó tanto como esperaba. Quizá llegué a él con mucha expectativa y lo leí casi de un tirón, sin disfrutarlo como debía ser o simplemente no me gustó y ya está.
Ahí están esos libros. Quizás algún día me anime a leerlos, pero quién sabe. Últimamente he pensado que apenas se termine de leer un libro, uno más bien debería rotarlo, que almacenarlos en bibliotecas es pura vanidad. Eso es lo que pienso, aunque me costaría un montón desprenderme de los que acabo de desempacar, en fin.
Sea como sea, la consigna es leer y releer libros si se quiere. También creo que uno está en su derecho de abandonar lecturas y decir que una obra no le gustó por más que la crítica y los expertos la aclamen o la consideren un clásico.