Soy malo, malísimo para interactuar en redes sociales, es decir, me cuesta un montón comentar algo que publicó un desconocido. En cambio, soy bueno para chismosear los perfiles de personas que nunca conoceré y que, quizá, viven en otro continente a miles de kilómetros de distancia.
Sufro episodios de hacer Scroll down, como si estuviera desquiciado y quisiera llegar a la primera publicación que se hizo en una red social, aquella que inició la avalancha de información a la que estamos expuestos, pero en algún momento me detengo, pues nunca alcanzo ese big bang digital, o lo que veo me aburre, porque me parece repetido.
Me agradan las fotos de atardeceres con un cielo de colores que nunca he visto. Publicaciones de personas que, al parecer, se han dedicado a viajar en estos tiempos pandémicos. Hay otros que no viajan, pero que toman el mismo tipo de fotos desde las terrazas de sus apartamentos, o desde ventanales inmensos con una vista panorámica de la ciudad.
Me gustaría ser uno de los que toma ese tipo de fotos, pero me desanimo cuando miro por mi ventana, de un tercer piso, y lo único que veo son dos parqueaderos.
También tengo cierta fascinación con las fotos de apartamentos que están en venta, sobre todo los que superan los 1000 millones de pesos, pues realmente hay unos increíbles. Repaso todas las fotos y me imagino viviendo en ellos, paseándome de una habitación a otra en bata, con una bebida en la mano, o tomándome un coctel en un jacuzzi repleto de espuma.
Me dan ganas de darles «me gusta», pero también soy malo para dar likes y corazones y todas esas muestras amorfas de afecto virtual . Siempre me siento tentado a escribir algo, cualquier estupidez: “Está muy bonito, si tuviera el dinero me lo compraría”, pero al final no escribo nada porque, como ya les conté, soy malo para interactuar en redes sociales.