Escribir es también como un monstruo. Espera uno que las palabras salgan ordenadas de los dedos al teclado, y poder contener los textos, dominarlos, pero muchas veces ocurre lo contrario, se desbordan y adquieren vida propia.
Quizás la tecnología y los computadores nos dan una ligera sensación de que estamos al mando, de que somos los amos y señores de lo que escribimos, que en la memoria del computador, o en la nube, el texto está a salvo, inerte, pero no nos damos cuenta de que quizás es imposible contener a ese monstruo. Pienso sobre esto porque leí un poco sobre Thomas De Quincey.
El texto que leí dice que el escritor británico deambula mucho por las calles y que procuraba anotar todo en diferentes hojas, pedazos de papel y cuadernos: lo que veía, lo que comía, las personas con las que se cruzaba todos los días, las prostitutas que frecuentaba, en especial Ann, una a la que le tenía un gran aprecio.
Alquilaba cuartos en pensiones donde vivía rodeado de libros y sus anotaciones y, a veces, cuando se inclinaba a escribir, se quemaba el pelo con la vela que tenía en su escritorio.
Siempre cambiaba de lugar y, en ocasiones cuando se marchaba, para evadir el pago de su renta, dejaba todos sus pertenencias y escritos desperdigados, como si no le importaran, pero apenas dejaba un lugar, comenzaba a escribir de nuevo con la misma pulsión.
Eso me hizo pensar en la escritura como un monstruo, un ser capaz de invadir nuestro cerebro sin permitirnos pensar en nada más, algo que no sigue ningún tipo de reglas, de inicios, nudos o desenlaces, sino más bien impulsos y deseos retorcidos.
De pronto ese monstruo es el inconsciente del que habla Anaïs Nin en sus diarios, aquel lugar “donde reside la verdadera fuente de la creación”.
No queda más que dejar que el monstruo nos habite y “escribir por puro hábito”, como decía Virginia Woolf en los suyos, sin prestarle mucha atención a los errores, y escoger las palabras sin más pausa que la que se necesita para mojar de tinta la pluma.