jueves, 9 de junio de 2022

Jiménez escribe de madrugada

Son las 2 de la mañana y Jiménez está sentado en su escritorio casi a oscuras. Solo lo alumbra la luz de una lámpara con un bombillo intermitente. A veces siente que debe abrir más los ojos para que absorban la poca luz que les llega, no tener que forzar la vista y poder ver qué es lo que escribe.

Fuma. Cuando teclea pone el cigarrillo en su boca. Cuando termina de redactar un párrafo, lo agarra de las yemas del pulgar y el índice, le da una calada profunda, bota el humo y se queda mirando cómo comienza a ascender. A veces acompaña su ese ritual con sorbos que le da a un tinto oscuro y amargo, que ayuda a mantenerlo alerta.

Le gusta escribir de madrugada porque la ciudad está casi en silencio, de no ser por el motor de los carros que pasan por la avenida hacia la que da su cuarto o los gritos extraños de personas, locos cree, que tienen el valor de andar por las calles del centro de la ciudad a esas horas.

Una vez se vio tentado a seguir el ritual de escritura de Ōe Kenzaburo. Un amigo le contó que el escritor japonés se sentaba en la mitad de un cuarto con la luz apagada y una grabadora en sus manos. Luego la prendía y comenzaba a contar una historia, para después transcribirla.

Las pocas veces que trato de hacerlo se sintió como uno de esos locos que gritan en la calle, con la única diferencia que él le murmuraba las historias al aparato. Dejó de hacerlo porque le pareció que esos relatos a oscuras no iban para ningún lado, que su mente lo engañaba y comenzaba a decir lo primero que se le pasaba por la cabeza.

Luego lo intentó con velas, hasta que un día el sueño lo derrotó en su puesto de trabajo y casi termina por hacer un incendio.

Ahí está, sufre de esa enfermedad que se llama escribir. A veces lo hace frenéticamente y otras con el mismo desgano que tiene el bombillo de su lámpara.