En la universidad había eventos extraños. Unos de ellos eran las lunadas. Un grupo de personas de diferentes carreras se reunía en algún espacio de la universidad a escuchar música y a tomar canelazo, ese era el plan. Que ese día saliera la luna o no, no importaba en lo más mínimo.
Era un ambiente como medieval con antorchas de fuego que alumbraban el camino para llegar al lugar del evento.
No puedo negar que asistí a varias, incluso una vez canté sin rencores, de Ekhymosis, en una (¿en qué estaba pensando?) y se me olvidó la letra en pleno escenario, que vergüenza tan infinita, en fin.
Pero esa, en medio de todo, fue la mejor porque en ella conocí a Mariana. Ella llegó a mi facultad, con un par de amigos en busca de plan, y quedamos sentados cerca. Era crespa y tenía la nariz respingada más perfecta de toda la historia de la humanidad.
No sé en qué momento ni qué dio pie a que comenzáramos a charlar, pero desde el segundo que lo hicimos nos embarcamos en una conversación que parecía no tener fin y sin silencios incómodos. Cada uno tenía el comentario preciso o la pregunta adecuada para que la conversación siguiera su curso. Ustedes tendrían que haber visto su expresión cuando yo lograba hacerla reír con algún comentario.
Esa noche estaba listo a pasar el resto de mi vida con Mariana, la enfermera. Hacia el final del evento ella estaba sentada entre mis piernas y yo la tenía abrazada.
Ya no recuerdo qué pasó en los siguientes días; creo que nos vimos un par de veces para almorzar, pero Mariana, como dice Héctor Abad, se convirtió en uno de mis tantos exfuturos: lo que pudo haber sido, pero al final no fue.
Ya les digo, si la llegan a encontrar, no dejen escapar a su respectiva Mariana.