En el colegio, a partir de noveno de bachillerato si no estoy mal, teníamos la opción de escoger una vocacional. Yo siempre escogía la de arte.
Los dos primeros años me tocó con Jairo, un profesor de dibujo que siempre andaba con una bata blanca de laboratorio y gafas de marco negro y grueso. De él aprendí mucho y fue quien me enseño a dibujar con carboncillo. En ese entonces me sentía muy profesional al dibujar con una hoja pegada en una repisa de madera, acomodada sobre un caballete.
Recuerdo en especial una clase en que la instrucción fue sencilla: “dibujen una de sus manos en 5 posiciones diferentes”.
“¿Qué, dibujar la mano?, me pregunté ¿Y qué de las arrugas, las líneas y demás detalles imposibles?
“Pero me dediqué a hacer lo que siempre hago cuando dibujo que, de cierta forma también aplico cuando escribo, intentar plasmar en la hoja lo que tengo enfrente de mis narices de la forma más fiel posible. Es, creo es una característica que comparten el dibujo y la escritura.
Cuando Jairo pasaba por mi puesto, se detenía a observar mi dibujo y daba apreciaciones técnicas del estilo: “¡Qué buen trazo!”, pero a mí me daba algo de pena porque no entendía a qué se refería y me sentía incómodo al quedar expuesto ante el resto de la clase, aunque sabía que el solo lo hacía con el ánimo de admirar mi trabajo.
Para el último año de colegio Jairo renunció, lo echaron o cambió de trabajo y la vocacional la dictó un profesor joven, que siempre llevaba una bufanda de cuadros blancos y negros enroscada en el cuello.
Sus clases eran muy conceptuales y el proyecto final fue hacer un happening, algo que nunca entendí muy bien en qué consistía y una actividad que yo y mis amigos tomamos más en broma que en serio.
Recuerdo que tuvo lugar en uno de los salones más grandes del colegio y que del techo colgaban cintas de caset, pero nunca supe cuál era su fin o qué queríamos expresar con ese desorden de objetos.