Al momento de acostarme me programo para despertarme temprano, práctica que consiste en repetir mentalmente varias veces “Me voy a levantar temprano”. De todas maneras, programo el celular, porque él método solo me funciona de vez en cuando.
Hoy funcionó, pero todavía estoy afinando la técnica pues suelo desfasarme, y me despierto, por lo general, una hora y media antes de la hora que necesito hacerlo.
Apenas me desperté, intenté quedarme dormido de nuevo, pero fracasé en el intento. Cuando me di cuenta de que no iba a poder dormir, abrí los ojos, me puse a mirar pal techo y a respirar profundo.
Cuando esa práctica careció de sentido —la verdad nunca lo tuvo, o de pronto si, pero no di con él nunca— me puse de pie y me fui a la cocina a preparar café.
Preparar café: medir el agua, la cantidad de café y prender la estufa es uno de los mejores rituales de iniciación del día que pueden existir. Cuando estuvo listo, lo acompañé con un cereal de avena con leche fría y fui a sentarme al computador.
Siempre me ha gustado hacer eso, desayunar mientras hojeo noticias, reviso mi correo o las redes sociales. Sé que algunos dirán que debería ser una práctica más consciente, como de comunión personal, pero dejemos eso para cuando pueda desayunar en alguna campiña francesa.
Soy algo descuidad con el desayuno, en el sentido en que no lo tomo como la comida más importante del día. Antes, en el colegio, desayunaba chocolate, huevo, pan con mantequilla y mermelada e incluso repetía, pero ahora me conformo con un café con cereal o con alguna galleta o porción de torta.
Imagino que para algunos mi conducta es una especie de sacrilegio alimenticio, pero vuelvo y repito el día en que desayune en una campiña francesa con una mesa repleta de manjares, adornada con un mantel de cuadros rojos y blancos, ese día, lo prometo, me pegaré un desayuno bien trancado.