Fabian Peláez, consultor financiero independiente, se despertó temprano. Fue a la cocina, se preparó un café cargado, le echó un chorrito de leche, que dejó caer en la taza desde gran altura, y se sentó a tomarse la bebida en la mesa de la cocina.
Como era temprano, las cuatro y media de la mañana, la ciudad cargaba un silencio pesado. Peláez aprovecho esa atmosfera acogedora y leyó un capítulo de “Las flores malditas”, una novela policiaca que lo tenía en vilo.
Cuando lo acabó, dudó por un instante si continuar con la lectura, pero en un arrebato de responsabilidad cerró el libro, terminó su café de un sorbo decidido y luego se dirigió a la ducha.
Cuando las primeras gotas de agua golpearon su cabeza, una idea de trabajo se le apareció en ella, pero se obligó a pensar rápido en otro tema, pues quería disfrutar del baño, sin ningún tipo de preocupación.
Por más que trató de hacerlo, la idea se camufló en los pliegues de su cerebro, y aunque Peláez creyó evitarla, nunca dejó de pensar en ella.
Más tarde, cuando se sentó en su escritorio, la idea de trabajo creció hasta ocupar todo su pensamiento. Peláez cayó en cuenta de que más que una simple idea era una epifanía, un salvavidas que le tiraba el destino, su cabeza o las circunstancias, para que corrigiera el rumbo de su negocio.
Ahí sentado, con las manos sobre el teclado, cayó en cuenta de que debía replantear toda su estrategia. Si no conseguía los resultados que quería, era porque desde el principio se había equivocado en uno de sus planteamientos.
Mientras pensaba sobre eso, quedó como paralizado. Miró su reloj; marcaba las 6 de la mañana y, justo en ese momento, sonó la alarma del despertador de su esposa, pero el ruido de la chicharra le pareció lejano, como si fuera de otra dimensión.
Luego abrió un documento de Word, anotó la idea, presionó la tecla enter una, dos, tres veces, y escribió la pregunta "¿qué hacer?"
Aún no lo sabe, pero cree que con haber planteado esa inquietud, puso a rodar su vida en la dirección adecuada.