He participado en dos trueques de libros. Tal ves debería llamarlos intercambios, pero el concepto de trueque siempre me ha intrigado. Sin el dinero de por medio, me imagino tranquila la época en que existió; bueno, solo un decir, porque puede que no se tuviera nada para intercambiar: ni bienes, ni una habilidad, nada, y entonces que angustia eso, en fin, les decía que he participado en dos de esos eventos.
El tema viene a mi cabeza porque no sabía qué escribir y mientras paseaba la mirada por mi cuarto vi, encima de uno de los muebles, un libro grueso: La Casa de los espíritus de Isabel Allende, novela que me gané en la última reunión de intercambio de libros. La tomé en mis manos, la pesé, no sé para qué, y me puse a hojearla. Pensé en leer un aparte y escribir lo que se me viniera a la cabeza, el que me salió fue este: “Relax hombre, we’re not going to let that happen”. Le di vueltas a la frase por un rato, pero no me dijo nada, o tal vez sí, pero no me di cuenta y por eso resulté escribiendo esto. Otro día le haré caso a ese “writing prompt”.
Ese libro lo había llevado A. y lo tenía en inglés porque creció en Estados Unidos. Aunque ella habla español perfecto, se le dificulta leer en ese idioma.
El día de la reunión salí de mi casa de afán, y mientras me tomaba algo y leía en un café cercano, hasta que fuera la hora precisa para irme a la reunión—siempre intento hacer eso, antes de llegar a cualquier compromiso—, C. la anfitriona, me llamó para preguntar qué libro iba a intercambiar. Ahí fue cuando caí en cuenta de que había olvidado llevar un libro. Le pedí a mi amiga, profesora de literatura, que si me podía prestar uno. Se río y luego me dijo que no había problema alguno.
Llegué a su casa antes que el resto de invitados y C. me hizo a entrar a un cuarto con pilas de libros de libros, pequeñas y grandes, por todo lado. Me dijo que buscara cuál libro quería para el intercambio. En medio de mi búsqueda di con Amantes y Enemigos, un libro de relatos de Rosa Montero y le dije:
“Yo quiero este”.
“¿Para intercambiarlo?”, me preguntó.
“No, lo quiero para mí”, le dije.
“ Bueno, entonces ese es el que yo voy a intercambiar y tú te lo pides”.
Seguí mirando libros con algo de pena, pues qué vergüenza seleccionar un libro ajeno para dar como regalo, pero no me decidía por nada. Al final C. me ayudó a buscar y ella terminó escogiendo uno de Jonathan Safran Foer, no recuerdo cual.
Luego, en la reunión, cada uno debía introducir el libro que había llevado. Creo que C. o alguien más lo hizo por mí, y cuando llegó mi turno para escoger, me lancé por el de Rosa Montero que, afortunadamente, nadie más lo tenía en la mira.
Al final A. había llevado dos libros, uno de ellos el de Isabel Allende que nadie escogió. Como antes había mencionado que no había leído a esa escritora, A. me dijo que si lo quería llevar, y así fue como salí con dos libros sin haber llevado ninguno.