Debo entregar un sobre en un edificio de oficinas. Cuando llego a la puerta el celador se acerca y me pregunta qué necesito. Le doy el nombre de la oficina a dónde voy y me pregunta que si tengo cita. “No tengo”, le respondo. El hombre respira profundo y luego tuerce la boca. “Pero…” digo, y antes de que termine mi objeción cierra la puerta, no del todo, pero lo suficiente para darme a entender: “Hermanito, lo siento”.
Me quedo ahí de pie e imagino que hago cara de nada, un gesto que mezcla: frustración, rabia, cansancio, entre otras sensaciones. El celador rescata algo de bondad desde las profundidades de su ser y se acerca de nuevo a la puerta. “Toca que llame a la oficina para que alguien baje por el sobre. Si quiere le dicto el teléfono”, y comienza a hacerlo antes de que saque el celular del bolsillo.
Intento memorizar el número que dicta, pero me quedo en 3500… ¿Tres cincuenta qué?, le pregunto ya con el celular en la mano. Vuelve a dictarlo, pero como si estuviera participando en la competición del dictador de teléfonos más rápido del mundo; igual, alcanzo a copiarlo. supongo que nos es el más veloz y le hace falta práctica.
Después de tres timbrazos me contesta Alejandra. Le cuento por qué estoy ahí y a quién busco y me dice que esa persona, un tal señor Wilches, no está, pero que ella puede bajar a recibir el sobre. Al principio de mi espera pienso en retar al celador a que me dicte cualquier otro número, a ver cuál es la pendejada con eso de hacerlo tan rápido, pero otra vez se aleja de la puerta.
¿10, 15, 20 minutos? No sé cuánto tiempo pasa, pero parece que la oficina queda en uno de los últimos pisos del edificio y que Alejandra decidió bajar a pie, a manera de ejercicio físico. Me aventuro a pensar que siempre baja de esa manera, pero subir le da mucha pereza y lo hace por el ascensor.
Volteo a ver que ha pasado con la calle y si ya más personas la transitan, pero sigue igual de desocupada.
En la acera de enfrente hay dos carros de ventas ambulantes muy cerca el uno del otro, que se pelean por llamar la atención de los pocos personas que transitan por el lugar. Uno lo atiende una viejita canosa que lleva puesta una ruana blanca que le queda grande, y el otro un señor con una gorra azul, jean y una chaqueta cortavientos gris. La mujer se pasea de un lado a otro inquieta, cruza una que otra palabra con su competencia y se devuelve a su carro, para al rato volver a hacer lo mismo. El hombre no se cansa de ordenar sus productos que son, en su mayoría, paquetes de galguerías en los que predominan los colores amarillo, verde y rojo. El carro también tiene un cartel de fondo blanco que dice: “Minutos a 200” en letras rojas, y de uno de sus costados cuelga una bolsa roja transparente que, al parecer, contiene mogollas de gran tamaño.
“Señor”, dice el celador, para avisarme que Alejandra, una mujer de pelo negro que le llega hasta la cintura, y que combina con el tapabocas que lleva puesto; por fin llegó. La saludo, le pregunto su apellido, lo olvido al instante y le entrego el sobre. Intercambiamos un par de palabras de pura, digamos, cortesía urbana y nos despedimos.