domingo, 31 de diciembre de 2017

Año nuevo

Cuando Gregorio Salazar se despertó el 31 de diciembre, por fortuna no se había convertido en un monstruoso insecto. Desde que había leído la novela de Kafka en el colegio, siempre había sentido una cercanía con Samsa, ese personaje con el que compartía nombre.

Todos los días, lo primero que hacía al despertar era mirar sus extremidades, para ver si durante la noche había experimentado una metamorfosis que lo hubiera convertido en otra cosa: persona, animal u objeto; igual sabía que era imposible que eso pasara, pues era un simple humano y no un personaje de novela al que le ocurren cosas extraordinarias.

De todas maneras, muchos días se levantaba sintiéndose otro; ustedes saben, esa otredad que nos habita y que sabemos camuflar muy bien bajo la fachada de eso que llamamos personalidad. 

Salazar detestaba el último día del año, pues nunca se hallaba en ellos, no sabía si sentirse triste, melancólico, alegre y entonces adquiría condición de nada, un bulto que deambulaba por la ciudad esperando a que fueran las 12 de la noche para decirle feliz año a unas cuantas personas. Dos palabras desprovistas de cualquier emoción, un mero código social, arraigado en lo profundo de su ser o, bien cabe decir, personalidad.

Pero ese día había algo diferente en el ambiente; sentía ligeras a todas las personas con las que cruzaba alguna palabra, y cada vez que se despedía de una persona, ninguna le deseaba un feliz año nuevo.

Salazar había adquirido la costumbre, agüero que es casi lo mismo, de estrenar un vestido nuevo para el fin de año, pero ese día al ver la normalidad en la que se desenvolvían las últimas horas de este, tuvo miedo y prefirió no ponérselo.

Llamó a su madre para averiguar dónde se iba a reunir la familia para la cena de año nuevo, pero ella, como siempre, sólo le hablo pestes sobre su padre y no mencionó palabra alguna sobre fiesta, encuentro familiar o celebración. 

Salazar decidió quedarse en su apartamento, prendió la televisión y sintonizo un canal nacional en el que solían presentar un concierto de fin de año, pero esta vez no había nada más que la programación común y corriente de todos los días.

Decidió mirar una serie y dejar que el día o el año se le fuera en eso. A las 12 sonó el teléfono. Era Martina, una mujer con la que había salido al principio del año y, aunque las cosas con ella no habían resultado, habían logrado continuar como amigos.

“Por fin alguien llama a desearme un feliz año nuevo” pensó Salazar, mientras contestaba. Martina lo saludo llorando, y luego le contó que había terminado su noviazgo con Felipe. Salazar la escucho atento, cuando iban a colgar no se aguantó más y pronunció esas dos palabras muertas: “¡Feliz año!”
“¿De que hablas Gregorio?, ¿estás bien?”
“Si tranquila”, respondió él dudando, “no pasa nada”
“bueno chao, un beso y hablamos luego”

Parecía que no él, sino el mundo se había transformado. En un último intento desesperado cambió canales, quería ver como había sido la celebración de año nuevo al otro lado del hemisferio, la muchedumbre agolpada junto a la torre Eiffel bebiendo champaña como si fuera el fin del mundo, la algarabía en Times Square, pero nada, era un día como cualquier otro.

Al final se fue a la cama y se quedó dormido escuchando Pink Floyd. Al otro día, ya en año nuevo, el mundo seguía girando como si nada, y Salazar no se había convertido en un monstruoso insecto.