Camina esposado con las manos en la espalda y siente un olor a orines en el ambiente. No sabe si son propios, producto de sus esfínteres que ya le fallan por la cantidad de golpizas que ha recibido de reclusos y guardias, o si el olor proviene de del pasillo por el que camina.
La luz del lugar es débil y apenas tiene los ojos abiertos, a causa de sus parpados hinchados. Arrastra los pies a cada paso y las veces que se detiene, porque un recuerdo de cuando era libre le llega a la cabeza, uno de los guardias que lo escoltan presiona su espalda con el bolillo y lo obliga a seguir caminando. A veces cae y se arrastra un poco, pero de inmediato alguien lo toma por las axilas, y lo levanta como si fuera un muñeco de trapo.
El hombre va camino hacia su muerte, a la sala en dónde le van a aplicar la inyección letal. Horas antes le dijeron que podía pedir lo que quisiera de última cena, pero respondió que mejor se reservaba su último deseo hasta el último momento del show.
Cuando le preguntaron recordó que una vez leyó un artículo que hablaba de las últimas cenas de reclusos importantes. La nota mencionaba lo que le sirvieron a Sadam Hussein: Pollo con arroz shawarma, que el dictador rechazó, junto con la posibilidad de fumarse un cigarrillo.
“Quizá detestaba el pollo”, piensa el hombre.
Ahora se encuentra en frente de la puerta de la sala de ejecución y el guardia que lo acompaña le pregunta por su último deseo.
“Es sencillo”, dice mientras muestra una sonrisa triste y se se sopla un mechón de pelo que le cae sobre la cara.
“Solo quiero ver cuantas notificaciones tengo en mi celular. Hace una semana me lo decomisaron y debo tener cientos de mi última publicación”.