Hace varios años mi hermana me trajo unas pantuflas Crocs de un viaje. imagino que son uno de los primeros modelos que salieron al mercado: grandes, de color café oscuro; parecen los zapatos de un payaso serio.
Siempre andan por ahí en cualquier parte del piso de mi cuarto, pero hay temporadas en las que no encuentro alguna. Una vez, no sé cómo, una de ellas terminó metida detrás de la cama, en el lugar más inesperado de todos y el último en el que se me ocurrió mirar, antes de darla por perdida, e imaginarla en aquel sitio místico de transición, a dónde van a parar todos los objetos que no encontramos pero que sabemos aún se encuentran en la casa.
Solo las utilizo en la mañana, después de levantarme, cuando voy a la cocina a prepararme el desayuno. El resto del día utilizo tenis. Tiendo a pensar que utilizarlas hace caer sobre mí un estado anímico perezoso. Quizás ayer no fui consciente y las utilicé más de lo debido. Por eso toda la mañana sentí sueño y después del almuerzo una pereza infinita, mezclada con tedio hacia todo, actitud que se tradujo en una siesta bien larga.
Hablar sobre pereza me hizo acordar de Carolina, una mujer que estudió conmigo en la universidad que, pienso, es muy probable que tuviera varios pares de Crocs. Ella siempre andaba con sacos de lana abiertos que le quedaban grandes y le daban un aspecto de estar recién levantada. Su forma de hablar potenciaba esa imagen pues era de cadencia lenta y como que le costaba un trabajo inmenso soltar una palabra después de otra, además arrastraba los pies al caminar, como si la existencia le pesara. Sus piernas experimentaban el mismo problema que su discurso.