Hace sol y caminamos de afán. Una mujer avanza en sentido contrario, es vieja, lleva una bolsa en la mano y está despeinada. Apenas la cruzamos nos pide dinero. Le decimos que no tenemos, y la esquivamos. Cuando estamos a punto de dejarla atrás nos dice: “Hijueputas, fijo cuando estén a punto de morirse, Dios los va a juzgar y los va a mandar a los infiernos”.
Volteo para mirarla y tiene los ojos encendidos, llenos de rabia. “Cada quién con su propio infierno” pienso. “Los infiernos”, la expresión me recuerda a Dante Alighieri y su Divina Comedia, que alguna vez intenté leer en la universidad en una época en la que me sentía algo triste y la abandoné porque me pareció oscura, inapropiada para mi estado de ánimo melancólico.
De pronto la mujer tiene todo muy claro y sabe qué es lo que nos espera en el más allá, dependiendo de nuestro nivel de hijueputez. Por alguna razón, imposible de precisar, tiene conocimiento de que, contrario a lo que se piensa, no existe un único infierno, sino que los hay de varias clases y tipos; clasificados, quizá, por pecados, ese gran invento humano que ha servido para darnos palo moral de manera innecesaria.
Quiero preguntarle qué tanto sabe sobre los infiernos y la muerte, pero su mirada desafiante y llena de fuego me intimida, así que corto el contacto visual, antes de que arranque a correr hacía mi para arrancarme los ojos. Hoy no es un buen día para irse a los infiernos.