miércoles, 24 de enero de 2018

Templo Urbano

Un hombre está sentado cómodamente sobre un sofá y lee. Detrás de este queda ubicada la barra del lugar, que es pequeño y sólo tiene 2 mesas, cuatro sillas más el sofá, en el que se pueden sentar cómodamente 4 personas. 

En la mesa que el hombre tiene enfrente reposan algunas revistas y una bandeja de madera con una porción de torta y un cappuccino que le acaba de traer la barista, una mujer joven, menuda y con buena actitud, que no para de sonreír cada vez que establece contacto visual con él. 

Parece que el hombre disfruta mucho de su lectura, no despega la vista de la pantalla, lee en un Kindle, y le es ajeno el ruido: cubiertos que chocan con vajilla, café que se muele, chorros de agua, que produce la mujer mientras trabaja.

De un par de parlantes que no están a la vista sale música suave sale; las canciones que predominan son de esas colecciones de covers en Bossa Nova de canciones de Rock y otros géneros; suenan los Stones, Guns and Roses y también Bob Marley.

El ambiente del lugar se presta para ponerle freno a la vida, ya sea por un par de horas, lo que dure la lectura del capítulo de una buena novela,  una conversación acompañada de dos bebidas calientes, o, mejor aun, un espacio en el que se puede prescindir del tiempo y lasinnumerables formas que tenemos para medirlo, uno para sentarse a ver pasar gente

En la mesa adelante del lector se encuentra un hombre con barba, que teclea desinteresadamente en su portátil, actividad que intercala con revisar su celular.

Se aburre o termina su trabajo y al rato llega una mujer rubia y ocupa su lugar. Parece una cliente frecuente, pues la barista la saluda por su nombre. “Hola Manuela, ¿qué quieres tomar hoy?, le pregunta.
“¿Qué tienes rico?”
“Té, Café, vino, cerveza, ¿qué te gustaría?"
“Dame, un chai”
“¿En leche o en agua?”
“¿Cómo queda mejor?, 
“Depende cómo te guste”
¿en agua si queda pintadito?”
“Sí”
“Dámelo en agua entonces.”

Al rato la barista se lo sirve y lo mujer, que produce como un ruido de campanillas cuando gesticula, pues bate todas las pulseras que lleva en su muñeca derecha, exclama: “¡ja! Dizque quedaba pintadito” y esboza una sonrisa cómplice, de camaradería, sincera, lejana a la hipocresía. Luego se sienta. Cruza las piernas, mira al hombre que lee que no repara en ella, y comienza a saborear su bebida despacio, como si fuera su única misión en la vida.