martes, 30 de marzo de 2021

El sabio

Su apellido era Restrepo y tuve un par de clases con él en la universidad. Su aspecto era menudo y tenía cierto aire de eterno adolescente, pero su forma de hablar pausada, casi con puntuación incluida, y un tono de voz grave, hacían pensar que era un viejo sabio que por alguna artimaña del destino había quedado atrapado en ese cuerpo joven.

Siempre era él quien iniciaba la conversación, cuando me pillaba fuera del salón, mientras esperábamos la llegada del profesor(a). “¿Qué más Rodríguez, como le ha ido?”, me preguntaba. Siempre me saludaba por el apellido.

Solo hablábamos ahí, afuera del salón, porque cuando entrábamos, a él le gustaba sentarse en la última fila, un lugar que, por mi falta de visión, no me funcionaba. Por eso nuestras conversaciones siempre quedaban en veremos, como al filo de un abismo de conocimiento milenario.

Algo bueno de Restrepo es que tocaba temas profundos, sin rayar en lo existencial, así que nunca hablábamos de fútbol o películas, por poner cualquier ejemplo, sino que él tocaba temas que lo intrigaban.

Una vez me saludó y se quedó callado. Se le notaba la tristeza a leguas. Le pregunté qué le pasaba y me contó que había terminado con su novia, porque la había pillado con otro man. No pregunté en qué situación los había encontrado; me quedé callado sin saber qué decirle.

Al poco tiempo comenzó a hablar. Me dijo que, de todas maneras, las cosas habían ocurrido de la mejor manera, pues le parecía bien que la vida nos estrelle eventos en la cara, sin importar cuáles sean, a diferencia de recibirlos o esperarlos por pedacitos.

“Es mejor que una noticia impactante le caiga a uno como un baldado de agua fría en vez de a modo de gotera, ¿Si me entiende Rodríguez?”, me dijo, mientras yo asentía con la cabeza.  Cuando estaba a punto de responderle algo, llegó el profesor y entramos a clase.

Nunca volvimos a tocar ese tema, y después de ese semestre, Restrepo desapareció.