El hormigueo del brazo dormido me despierta. Quién sabe cuánto tiempo el peso de mi cuerpo había quedado sobre él. Entreabro los ojos y apenas la luz intenta colarse por la rendija entre ambos párpados, los cierro de inmediato.
Dormí mal y presiento que tuve sueños confusos. A causa de ellos, imagino, terminé en esa posición que estaba torturando el brazo. Algunas imágenes revolotean en mi cerebro, pero cuando me esfuerzo por recuperarlas, se esfuman como si nada.
Por fin, después de que la alarma se repite un par de veces, logro ponerme de pie y meterme en el baño. El agua termina de espantar el sueño que tengo. De vuelta en el cuarto, siento que algo no cuadra, que la realidad está desbarajustada. Ahí estoy, moviéndome de un lado a otro como si nada, un adulto funcional en pleno uso de sus facultades, pero espero a que el mundo, o bien, el destino, me traicione de alguna manera: una caída, una llamada anunciándome un hecho trágico, lo que sea.
Recuerdo la célebre frase de Joan Didion: La vida cambia rápido, la vida cambia en un instante.
“Tengo que hacer algo o si no el día se va a ir a la mierda”, pienso, y antes de que la situación me embote por completo, tomo una decisión de emergencia, acudo a un recurso que nunca me falla: aplicarme una sesión de lectura, el mejor antídoto contra esos malestares indescifrables.
Pienso que escribir también puede funcionar, pero intuyo que mi estado se debe a un mal de raíz, un error de sistema interno, de alma. Ante esos, considero que la lectura funciona mejor porque está a la par, por el simple hecho de ser el big bang creativo, el punto de partida.
Salgo de la casa.
A veces eso es lo único que se necesita es tomar cafecito y sentarse a leer.
Tiempo después, ya con los ánimos renovados, pongo el separador al final del capítulo que acabo de leer (una especie de TOC, pues no puedo dejar la lectura del libro que estoy leyendo en cualquier línea de un párrafo), pido la cuenta y pago lo que consumí.