El reloj del computador marca las 22:33. Imposible saber si esa es realmente la hora exacta. ¿Para qué se necesita saber eso? No lo sé, amable e hipotético lector. Imagino, por ejemplo, que para un grupo de agentes secretos que sincronizan sus relojes al inicio de una misión, debe ser un dato supremamente importante.
El punto, si es que existe, si no se ha descocido dejando un boquete por el que se vierte todo lo imaginable, es que hasta ahora me siento a escribir algo acá. Debería darme algo de vergüenza, porque desperdicié alrededor de una hora con un juego de Ipad, una dinámica repetitiva, sin ton ni son, pero que, creo, me apacigua, y por eso se me pasó el tiempo volando.
Pienso en estas cosas mientras le doy sorbos a una taza de te que se está enfriando a una velocidad casi igual a la de la luz. Puse el anterior punto para darle otro sorbo.
Debo tener cuidado. Aunque este escrito no es frondoso, tiene muchas ramas por las que me puedo desviar.
Le decía a usted, ¡O gran lector!, que debería tener algo de vergüenza, y me refiero al hecho de sentarme hasta ahora a escribir algo, y no haber utilizado mejor el tiempo que, digamos, desperdicié con el Ipad. Pienso, por ejemplo, que debí haber aprovechado ese tiempo, que se fue pal carajo del pasado, para escribir un par de capítulos de una novela que va a revolucionar el mundo de la literatura.
A veces fantaseo con eso, que un día, de buenas a primeras, me voy a iluminar con una idea tremenda, que me va a permitir escribir una novela a la que Guerra y Paz, por mencionar cualquier peso pesado de la literatura, le va a quedar en pañales.
En esas ocasiones juego con ese pensamiento por un rato, y al final abandona mi cabeza como una hoja muerta que cae de un árbol.
El té ya se enfrió por completo.