jueves, 1 de febrero de 2018

Hermoso

Es de noche y el estadio está lleno. Las tribunas se alumbran con  fogonazos, producto del flash de las cámaras.  Los asistentes no paran de tomar fotos, ¿a qué?, seguro al escenario, a los protagonistas; igual es imposible saberlo. En estos tiempos parece que todo merece una foto, ser mostrado, evidenciado.

El público se enloquece cuando dos hombres musculosos, uno negro, el otro blanco, se dirigen hacia el escenario. Un reflector los y les alumbra el camino que los lleva hacia una jaula en forma de hexágono. El espectáculo consiste en ver como dos personas se parten la cara por fama, por dinero, quizá por odio. las razones tal vez sobran en esa especie de Coliseo Romano sediento de sangre.

El primero lleva barba y cara de pocos amigos; una de esas personas con las que uno espera no tener ningún inconveniente en la vida, qué se yo, digamos que un amigo borracho le busque problema. El otro, el blanco, lleva un bigotito al estilo Hitler y tampoco tiene pinta de misionero. 

El árbitro los llama y tal vez les dice: “golpéense lo más duro posible”, o algo por el estilo, pues las reglas son más bien pocas. Los contrincantes se sostienen la mirada por unos segundos y se chocan los puños de la mano derecha, como dando a entender: “Todo bien, no es nada personal”.

En los primeros rounds la pelea es pareja. Los contrincantes se estudian dan vueltas uno alrededor del otro, lanzan y conectan algunos puños, con pinta de cachetadas inofensivas. Parece que quieren destinar todas sus energías a esa estocada final que dejará inconsciente a su oponente y les dará la victoria.

Yo le aposte todo al negro, el de la pinta más sádica, que no tendría inconveniente alguno en arrancarle la cabeza a su oponente si así se lo permitieran. 

Inicia el tercer round. El hombre de blanco quién, paradójicamente lleva una pantaloneta negra, luce más fresco y embiste al negro, de pantaloneta roja, con dos fuertes ganchos de derecha. El segundo se inclina hacia atrás todo lo que puede intentando esquivar los golpes, pero el terreno se le acaba y choca con la reja, lugar en el que recibe otra sucesión de puños que soporta como si fuera un saco de arena. Lo salva el campanazo que indica el final del asalto. 

Se van hacia sus rincones, y el hombre blanco se pone de pie antes de iniciar el siguiente asalto y, con actitud triunfalista, levanta los brazos hacia la tribuna. Está listo para terminar con su contrincante.

El negro por fin se pone de pie. Respira agitado y va al encuentro de su oponente al centro del hexágono. Nuevamente chocan los puños, como dos amigos que en vez de jugar una partida de cartas deciden que es mejor acabarse a punta de golpes.

Comienzan de nuevo la danza de estudio. De repente el negro toma impulso con su pie derecho y salta al tiempo que eleva la rodilla izquierda, que impacta la cara de su contrincante, ese que, como ya sabemos, hacia pocos segundos se relamía en una victoria inexistente. Cae al suelo y, sin piedad alguna, el de la pantaloneta roja se le abalanza encima y empieza a darle golpes, tres con el brazo izquierdo y uno con el derecho, como si fuera su única misión en la tierra.

El árbitro, ese que les había dicho que se partieran la cara duro para dar un buen espectáculo, se apresura a separarlos.

Que buen timing el que tuvo con esa rodilla voladora. Sabía justo cuando debía realizarla. Eso fue hermoso” Dice un comentarista.